En algún País Semanal de hace algunos años, tal vez muchos, no puedo precisarlo, leí esta reflexión de hondo calado que hace Antonio Muñoz Molina sobre el hecho de estudiar lejos de casa, y que os ofrezco; una reflexión que se vuelve muy oportuna ahora que comienza un nuevo curso, y que algunos de vosotros, como el autor de este texto, con apenas dieciocho años cumplidos o todavía por cumplir, van a asomarse a una ciudad desconocida, lejos por primera vez del nido familiar, para iniciar estudios universitarios y otro aprendizaje no menos enriquecedor.
Resulta en otro orden de cosas pero relacionado con eso y con la Odisea de Homero muy interesante también la comparación que hace el artículo con el joven Telémaco, el hijo de Ulises/Odiseo, que fue en busca de su padre, al que no encontró, pero, por contrapartida, en el camino, como dice Muñoz Molina, hizo el descubrimiento inesperado de "su propia identidad de adulto".
Resulta en otro orden de cosas pero relacionado con eso y con la Odisea de Homero muy interesante también la comparación que hace el artículo con el joven Telémaco, el hijo de Ulises/Odiseo, que fue en busca de su padre, al que no encontró, pero, por contrapartida, en el camino, como dice Muñoz Molina, hizo el descubrimiento inesperado de "su propia identidad de adulto".
Telémaco es recibido por el anciano Néstor en Pilos, según E.A. Bourdelle.
Irse de casa es probablemente la primera tarea necesaria en la
educación de una persona joven. En la Odisea, que contiene casi todas las
narraciones posibles sobre el desarraigo y el regreso, sobre los descubrimientos
que aguardan en el entorno más cercano y doméstico y también en los abismos del
mar y en las oscuridades del reino de los muertos, el joven Telémaco abandona
la isla cerrada y segura de la infancia y el agobio de la casa materna para
emprender un viaje en busca de su padre perdido, y en el camino lo que
encuentra es su propia identidad de adulto.
Las pruebas y los terrores de la mitología antigua los encuentra cifrados en la vida de Dublín un día de junio de 1904 el moderno Telémaco Stephen Dedalus, que es un autorretrato de James Joyce y también una recapitulación de todos los héroes jóvenes de la literatura, de ese momento en la biografía de cada uno de nosotros en el que se nos presenta la tentación y el desafío, la necesidad de romper con el abrigo y la sombra de nuestros padres y el miedo a una intemperie en la que fácilmente nos podremos perder.
Los mitos, los personajes o relatos literarios, son cristalizaciones poéticas de la experiencia común. Se ha hecho mucha literatura, buena y mala, sobre el regreso a Ítaca, a la patria añorada, pero Ítaca, como aprende Telémaco, es también un lugar del que hay que marcharse a una cierta edad.
De la Ítaca de las complacencias infantiles y las rutinas familiares podían marcharse los Telémacos de provincias camino de la Universidad, y su principal aprendizaje no estaba sólo en las aulas o en los libros, sino en la exaltación de estar lejos, de enfrentarse a una ciudad desconocida y generalmente grande y verse forzado a tratar con personas completamente ajenas a la nómina estrecha del vecindario nativo y los lazos familiares. Pocas veces he conocido tan intensamente la felicidad y el miedo como la primera noche que me vi solo en Madrid, en vísperas de cumplir 18 años, cuando dejé mi maleta en el cuarto de la pensión y salí a dar una vuelta por lugares que aún conservan para mí un brillo de noche urbana y mitológica, después de tantos años, la plaza de España, con sus torres de vértigo para la mirada pueblerina del recién llegado, la rampa luminosa de la Gran Vía, con los faros de los coches y los letreros de los cines.
Otras lecciones, otros saberes se olvidan: pero la emoción de encontrarse uno soberanamente solo en una ciudad donde cada paso le conduce a un nuevo descubrimiento es un aprendizaje que no se acaba nunca, que lo sigue guiando a uno hacia otras ciudades, que se repite con todo su primitivo entusiasmo cada vez que se examina una nueva habitación, se asoma a la ventana, se lanza a la calle.
Las aulas de la Facultad, los corredores, las bibliotecas, no nos atraerían tanto si no estuvieran lejos de nuestro mundo diario, y las mujeres con las que nos cruzamos serían menos deseables si no tuviesen un acento forastero. Desde la Edad Media, las universidades habían ofrecido al mismo tiempo la posibilidad de aprender y la invitación al viaje. Por algún motivo, en la España de las últimas décadas, el aire viajero de la enseñanza universitaria fue dando paso a una gradual parálisis de sedentarismo: habiéndose fundado una universidad casi en cada comarca, y volviéndose cada vez más impermeables las fronteras entre autonomías, el único viaje factible llegó a ser el viaje de estudios, en el que jamás nadie aprendió nada, a no ser los efectos de las primeras resacas y la deprimente monotonía de los claustros románicos y de los olores en los hoteles de tercera.
A Telémaco ya nada le alentaba a salir de su isla, pudiendo estudiar sin alejarse de la comida casera, y colocarse enseguida en alguna consejería sin los sobresaltos amenazadores del mundo exterior. Ahora se ha creado el distrito universitario único, supongo que para aliviar un poco el paletismo vernáculo, pero parece que sólo una parte mínima de los estudiantes se anima a alejarse de los paisajes vecinales. Se habrá perdido la costumbre, o el instinto juvenil de marcharse, y además dicen los expertos que el dinero para becas es muy escaso, y que no hay muchas familias lo bastante prósperas como para costearle a un hijo los estudios en una capital lejana.
Las pruebas y los terrores de la mitología antigua los encuentra cifrados en la vida de Dublín un día de junio de 1904 el moderno Telémaco Stephen Dedalus, que es un autorretrato de James Joyce y también una recapitulación de todos los héroes jóvenes de la literatura, de ese momento en la biografía de cada uno de nosotros en el que se nos presenta la tentación y el desafío, la necesidad de romper con el abrigo y la sombra de nuestros padres y el miedo a una intemperie en la que fácilmente nos podremos perder.
Los mitos, los personajes o relatos literarios, son cristalizaciones poéticas de la experiencia común. Se ha hecho mucha literatura, buena y mala, sobre el regreso a Ítaca, a la patria añorada, pero Ítaca, como aprende Telémaco, es también un lugar del que hay que marcharse a una cierta edad.
De la Ítaca de las complacencias infantiles y las rutinas familiares podían marcharse los Telémacos de provincias camino de la Universidad, y su principal aprendizaje no estaba sólo en las aulas o en los libros, sino en la exaltación de estar lejos, de enfrentarse a una ciudad desconocida y generalmente grande y verse forzado a tratar con personas completamente ajenas a la nómina estrecha del vecindario nativo y los lazos familiares. Pocas veces he conocido tan intensamente la felicidad y el miedo como la primera noche que me vi solo en Madrid, en vísperas de cumplir 18 años, cuando dejé mi maleta en el cuarto de la pensión y salí a dar una vuelta por lugares que aún conservan para mí un brillo de noche urbana y mitológica, después de tantos años, la plaza de España, con sus torres de vértigo para la mirada pueblerina del recién llegado, la rampa luminosa de la Gran Vía, con los faros de los coches y los letreros de los cines.
Otras lecciones, otros saberes se olvidan: pero la emoción de encontrarse uno soberanamente solo en una ciudad donde cada paso le conduce a un nuevo descubrimiento es un aprendizaje que no se acaba nunca, que lo sigue guiando a uno hacia otras ciudades, que se repite con todo su primitivo entusiasmo cada vez que se examina una nueva habitación, se asoma a la ventana, se lanza a la calle.
Las aulas de la Facultad, los corredores, las bibliotecas, no nos atraerían tanto si no estuvieran lejos de nuestro mundo diario, y las mujeres con las que nos cruzamos serían menos deseables si no tuviesen un acento forastero. Desde la Edad Media, las universidades habían ofrecido al mismo tiempo la posibilidad de aprender y la invitación al viaje. Por algún motivo, en la España de las últimas décadas, el aire viajero de la enseñanza universitaria fue dando paso a una gradual parálisis de sedentarismo: habiéndose fundado una universidad casi en cada comarca, y volviéndose cada vez más impermeables las fronteras entre autonomías, el único viaje factible llegó a ser el viaje de estudios, en el que jamás nadie aprendió nada, a no ser los efectos de las primeras resacas y la deprimente monotonía de los claustros románicos y de los olores en los hoteles de tercera.
A Telémaco ya nada le alentaba a salir de su isla, pudiendo estudiar sin alejarse de la comida casera, y colocarse enseguida en alguna consejería sin los sobresaltos amenazadores del mundo exterior. Ahora se ha creado el distrito universitario único, supongo que para aliviar un poco el paletismo vernáculo, pero parece que sólo una parte mínima de los estudiantes se anima a alejarse de los paisajes vecinales. Se habrá perdido la costumbre, o el instinto juvenil de marcharse, y además dicen los expertos que el dinero para becas es muy escaso, y que no hay muchas familias lo bastante prósperas como para costearle a un hijo los estudios en una capital lejana.
Regreso de Telémaco, que es recibido por su madre Penélope, según Antonio Canova.
En mi calidad de antiguo becario
y antiguo fugitivo, creo que irse a estudiar a una universidad de otras tierras
no debería ser sólo aconsejable, sino también forzoso. En cuanto a las becas,
¿no habría dinero de sobra para quien lo mereciera con sólo rebajar una parte
del que se tragan cada día, con el único fin de difundir la grosería y la
ignorancia, las televisiones oficiales?
Antonio Muñoz Molina
El País Semanal
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