En la tertulia literaria,
pseudofilosófica y política de poetas radicales surrealistas que tiene lugar
todas las tardes en El Parnaso, viejo y destartalado puticlub hoy
reconvertido en café donde se dan cita y alternan las musas
inconformistas y rebeldes de los cuatro artistastros que la frecuentan y
se plantean los problemas del mundo que no se resuelven porque no
tienen solución, surge siempre la misma y eterna cuestión: ¿Cuál es el remedio
que puede poner fin a tanta desventura como acontece?
Tarde o temprano alguien, que suele ser casi siempre el mismo exaltado,
regurgita
la misma respuesta: -¡La dinamita!
Lo vocifera el filántropo redomado, como le llaman los demás no sin cierta guasa, ya que fundamenta su filantropía
en el exterminio de la especie humana. Y añade como colofón: -¡Por el bien
de la humanidad, y del resto del planeta! ¿Lo acusaríamos de delito
de odio
al género humano? ¿Desde cuándo el odio, que es la otra cara del amor,
es un
delito? ¿Por qué no se reivindica con la misma dignidad que el amor libre la
liberación del odio, el odio libre? ¿Sería acaso reo de apología del
genocidio y enaltecimiento del
terrorismo en esta España hodierna de nuestras entretelas? ¿Se trata,
acaso, de
un peligroso terrorista o simplemente de alguien que hace uso de la
libertad de
expresión expresando, valga la redundancia, libremente pese a quien
pese, que siempre le va a pesar a a alguien, lo que siente y lo que
piensa?
Un rincón de mesa, Henri Fantin-Latour (1872)
La policía sabe, desde luego, que ni el
exaltado dinamitero, ni ninguno de los demás tertuliantes de la poco
concurrida tertulia
parnasiana de artistas fracasados y bohemios de provincias, románticos
empedernidos alérgicos al trabajo asalariado, al que, insumisos como
son, no se doblegan, son peligrosos, ni siquiera
potencialmente
peligrosos terroristas, y no están fichados, aunque recaigan a veces en el delito verbal de
apología del terrorismo.
Se trata simplemente de un grupo de
poetastros macilentos de poca monta y ningún renombre que quieren
hacerse notar a toda costa
con proclamas escandalosas e incendiarias. El exaltado dinamitero, además, es un
bohemio con aire de eterno adolescente que ya no es lo que parece. Suele
permanecer silencioso y grave durante un buen rato, y gusta de romper su
hermético mutismo de vez en cuando proclamándose el más encarnizado
enemigo de
la humanidad, acérrimo partidario del exterminio absoluto y la extinción
del bíblico
semental humano.
¿Anarquista? En todo caso anarquista
descreído, de los que ni siquiera creen ya en la anarquía. Es verdad que nunca
pugnará por tomar el poder, como han hecho los peores compañeros de viaje y falsos revolucionarios, los
camaradas comunistas, siempre vapuleados en la tertulia, que cada dos por tres están
dando la matraca con que todo va a cambiar cuando ellos tomen el cielo por
asalto, y destronen al simbólico Zar de todas las Rusias desalojándolo del Palacio de
Invierno, para entronizar al Partido y su Comité Central.
Los cuatro gatos, Ricard Opisso (c. 1899)
Más que anarquista, es un nihilista
corrosivo, propagador infatigable de ideas destructoras e incendiarias. O, más
que eso todavía, un enfant terrible partidario de la destrucción de todas las
ideas; poeta venido a menos, como suele definirse, ha compuesto en hexámetros
dactílicos con rima asonante un poema épico y heroico que celebra el poder de la dinamita y es un elogio, encomio
lo denomina él, de la nitroglicerina; porque es un poeta, un poeta muerto de hambre,
pero poeta al fin y a la postre; un poeta venido a menos cuya pretensión no ha sido
ni será nunca ir a más ni venirse arriba, como se dice ahora, sino todo lo
contrario.
Para los tertulianos no hay nada
sagrado, salvo la blasfemia, que baja a Dios, a la Virgen María y a todos los santos del cielo
para ponerlos a parir. Si hubiera algo sagrado, que no lo hay, no
estaría, desde luego, dentro de los templos: ni en las mezquitas, ni en las
sinagogas, ni en las iglesias, ni en las pagodas. Si hay algo sagrado es
el fuego. Pero no el fuego real, sino el fuego de la razón, como
diría el oscuro filósofo griego Heraclito de Éfeso, del que se proclama fanático
seguidor, porque el fuego de la razón es el único que arde incombustible.
Alguna vez se ha dicho y mantenido en la
tertulia que la
única iglesia que ilumina es la que arde, pero esta proclamación de
piromanía no se orienta a
rendirle culto al fuego purificador porque sí, ni a incendiar bosques ni
a quemar iglesias como los viejos anarquistas anticlericales, que
proclamaban, siguiendo a Bakunin, que el aliento destructivo era el
único espíritu auténticamente creador, y, por lo tanto, poético, o como
hizo Eróstrato, que también era de
Éfeso como el tenebroso filósofo, que decidió liberar a la diosa
prisionera
del templo, destruyendo la que era una de las siete maravillas del mundo
antiguo, que dio pábulo a pavorosas llamaradas, el templo de Ártemis,
Artémide
o Artemisa, la diosa virgen y madre, por lo que hoy es recordado por
algunos psicagogos, que utilizan su nombre para criminalizar una
conducta humana aparentemente destructiva, pero en el fondo poética y
creativa, que denominan complejo de Eróstrato.
-¡Hay
que ser incendiarios! ¡Dinamiteros de la fe, de toda fe! Arenga
entonces a los contertulios, uno de los cuales se retuerce el bigote y
frunce el entrecejo en señal de desaprobación. El vate dinamitero habla
como un
iluminado, con un brillo incendiario en los ojos enrojecidos. No cejaremos
hasta ver cómo arde Troya, ese matrimonio sagrado del Estado y el
Capital, cara y cruz de la misma moneda. No queremos destruir los edificios,
añade, sino la fe, que es el fundamento que los sustenta. Tampoco a las personas,
sino la fe, maldita sea, que las fundamenta obligándolas a ser lo que son. Nos mueve el
aliento creativo de la destrucción.
La tertulia errante (detalle), Detritus (¿2017?)
Autor de un panfleto titulado “El quinto
elemento”, lo ha leído en la tertulia con voz temblorosa, que no por ello ha
dejado de retumbar en el café donde nadie se escandaliza de ninguna de las ocurrencias que se dicen y se oyen, sino que, quien más quien menos, las escucha, masca y considera.
-A
la lista de los cuatro elementos de Empedoclés -él no dice nunca Empédocles, a la
latina, sino siempre a la griega con acento agudo- que componen el mundo y que son sus cuatro pilares y
metáforas primordiales, a saber, aire,
tierra, agua y fuego, bendito sea el fuego, hermanos, hay que
añadir un nuevo y no menos fundamental elemento que abarcará y definirá todo,
incluyendo y no excluyendo a ninguno de los anteriores. Postulo este quinto y
definitivo elemento con toda la dignidad y rigor científico y filosófico que se
merece. No viene a incrementar los
cuatro existentes, sino a excrementarlos porque el
elemento que propongo es, efectivamente, el excremento: la mierda.
-No estoy hablando -añade tras una breve pausa solemne en que se abre un silencio expectante de indignación y asombro de todos los contertulios-
como vate venido a
menos que utiliza una metáfora que escandalizará sólo a los burgueses
biempensantes, que son los que no piensan. No estoy
hablando en sentido figurado, sino en sentido real, física- y
químicamente puro.
Apelo a los sentimientos más íntimos de los presentes. ¿Quién no ha
sentido
alguna vez en su vida que todo es... una puta mierda? ¡Que levante la
mano si
hay alguien aquí presente que no se haya percatado de eso alguna vez en
su
vida! Y cuando digo todo, digo todo y abarco a todas las cosas que hay y
que
son lo que son, incluidas todas las personas a las que meto en el mismo
saco, y
yo, el poeta venido a menos, el poeta dinamitero, el primero entre
ellas. Por
muy grosero que pueda parecer este quinto elemento, es la esencia de la
realidad que demuestra, al mismo tiempo, la falsedad del mundo.
El manifiesto, una vez leído, ha arrancado
algunos aplausos incondicionales y alguna crítica que otra soterrada. El bohemio exaltado ha apurado el chupito de
tequila de un trago, y acto seguido ha concluido perentorio: -Recordad, amigos, que ninguna futura eternidad va a devolvernos el momento
presente si lo rechazamos.
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