martes, 3 de septiembre de 2019

De tertulia

En la tertulia literaria, pseudofilosófica y política de poetas radicales surrealistas que tiene lugar todas las tardes en El Parnaso, viejo y destartalado puticlub hoy reconvertido en café donde se dan cita y alternan las musas inconformistas y rebeldes de los cuatro artistastros que la frecuentan y se plantean los problemas del mundo que no se resuelven porque no tienen solución, surge siempre la misma y eterna cuestión: ¿Cuál es el remedio que puede poner fin a tanta desventura como acontece? Tarde o temprano alguien, que suele ser casi siempre el mismo exaltado, regurgita la misma respuesta: -¡La dinamita!


Lo vocifera el filántropo redomado, como le llaman los demás no sin cierta guasa, ya que fundamenta su filantropía en el exterminio de la especie humana. Y añade como colofón: -¡Por el bien de la humanidad,  y del resto del planeta! ¿Lo acusaríamos de delito de odio al género humano? ¿Desde cuándo el odio, que es la otra cara del amor, es un delito? ¿Por qué no se reivindica con la misma dignidad que el amor libre la liberación del odio, el odio libre? ¿Sería acaso reo de apología del genocidio y enaltecimiento del terrorismo en esta España hodierna de nuestras entretelas? ¿Se trata, acaso, de un peligroso terrorista o simplemente de alguien que hace uso de la libertad de expresión expresando, valga la redundancia,  libremente pese a quien pese, que siempre le va a pesar a a alguien, lo que siente y lo que piensa?


Un rincón de mesa, Henri Fantin-Latour (1872)
 
La policía sabe, desde luego, que ni el exaltado dinamitero, ni ninguno de los demás tertuliantes de la poco concurrida tertulia parnasiana de artistas fracasados y bohemios de provincias, románticos empedernidos alérgicos al trabajo asalariado, al que, insumisos como son, no se doblegan,  son peligrosos, ni siquiera potencialmente peligrosos terroristas, y no están fichados, aunque recaigan a veces en el delito verbal de apología del terrorismo.

Se trata simplemente de un grupo de poetastros macilentos de poca monta y ningún renombre que quieren hacerse notar a toda costa con proclamas escandalosas e incendiarias. El exaltado dinamitero, además, es un bohemio con aire de eterno adolescente que ya no es lo que parece. Suele permanecer silencioso y grave durante un buen rato, y gusta de romper su hermético mutismo de vez en cuando proclamándose el más encarnizado enemigo de la humanidad, acérrimo partidario del exterminio absoluto y la extinción del bíblico semental humano.


¿Anarquista? En todo caso anarquista descreído, de los que ni siquiera creen ya en la anarquía. Es verdad que nunca pugnará por tomar el poder, como han hecho los peores compañeros de viaje y falsos revolucionarios, los camaradas comunistas, siempre vapuleados en la tertulia, que cada dos por  tres están dando la matraca con que todo va a cambiar cuando ellos tomen el cielo por asalto, y destronen al simbólico Zar de todas las Rusias desalojándolo del Palacio de Invierno, para entronizar al Partido y su Comité Central.


 Los cuatro gatos, Ricard Opisso (c. 1899)


Más que anarquista, es un nihilista corrosivo, propagador infatigable de ideas destructoras e incendiarias. O,  más que eso todavía, un enfant terrible partidario de la destrucción de todas las ideas; poeta venido a menos, como suele definirse, ha compuesto en hexámetros dactílicos con rima asonante un poema épico y  heroico que celebra el poder de la dinamita y  es un elogio, encomio lo denomina él, de la nitroglicerina; porque es un poeta, un poeta muerto de hambre, pero poeta al fin y a la postre; un poeta venido a menos cuya pretensión no ha sido ni será nunca ir a más ni venirse arriba, como se dice ahora, sino todo lo contrario.


Para los tertulianos no hay nada sagrado, salvo la blasfemia, que baja a Dios, a la Virgen María y a todos los santos del cielo para ponerlos a parir. Si hubiera algo sagrado, que no lo hay, no estaría, desde luego, dentro de los templos: ni en las mezquitas, ni en las sinagogas, ni en las iglesias, ni en las pagodas. Si hay algo sagrado es el fuego. Pero no el fuego real, sino el fuego de la razón, como diría el oscuro filósofo griego Heraclito de Éfeso, del que se proclama fanático seguidor, porque el fuego de la razón es el único que arde incombustible.


Alguna vez se ha dicho y mantenido en la tertulia que la única iglesia que ilumina es la que arde, pero esta proclamación de piromanía no se orienta a rendirle culto al fuego purificador porque sí, ni a incendiar bosques ni a quemar iglesias como los viejos anarquistas anticlericales, que proclamaban, siguiendo a Bakunin, que el aliento destructivo era el único espíritu auténticamente creador, y, por lo tanto, poético,  o como hizo Eróstrato, que también era de Éfeso como el tenebroso filósofo, que decidió liberar a la diosa prisionera del templo, destruyendo la que era una de las siete maravillas del mundo antiguo, que dio pábulo a pavorosas llamaradas, el templo de Ártemis, Artémide o Artemisa, la diosa virgen y madre, por lo que hoy es recordado por algunos psicagogos, que utilizan su nombre para criminalizar una conducta humana aparentemente destructiva, pero en el fondo poética y creativa, que denominan complejo de Eróstrato.


-¡Hay que ser incendiarios! ¡Dinamiteros de la fe, de toda fe! Arenga entonces a los contertulios, uno de los cuales se retuerce el bigote y frunce el entrecejo en señal de desaprobación. El vate dinamitero habla como un iluminado, con un brillo incendiario en los ojos enrojecidos. No cejaremos hasta ver cómo arde Troya, ese matrimonio sagrado del Estado y el Capital, cara y cruz de la misma moneda. No queremos destruir los edificios, añade, sino la fe, que es el fundamento que los sustenta. Tampoco a las personas, sino la fe, maldita sea, que las fundamenta obligándolas a ser lo que son. Nos mueve el aliento creativo de la destrucción. 


La tertulia errante (detalle), Detritus (¿2017?)


Autor de un panfleto titulado “El quinto elemento”, lo ha leído en la tertulia con voz temblorosa, que no por ello ha dejado de retumbar en el café donde nadie se escandaliza de ninguna de las ocurrencias que se dicen y se oyen, sino que, quien más quien menos, las escucha, masca y considera.


-A la lista de los cuatro elementos de Empedoclés -él no dice nunca Empédocles, a la latina, sino siempre a la griega con acento agudo- que componen el mundo y que son sus cuatro pilares y  metáforas primordiales, a saber, aire, tierra, agua y fuego, bendito sea el fuego, hermanos, hay que añadir un nuevo y no menos fundamental elemento que abarcará y definirá todo, incluyendo y no excluyendo a ninguno de los anteriores. Postulo este quinto y definitivo elemento con toda la dignidad y rigor científico y filosófico que se merece. No viene a incrementar los cuatro existentes, sino a excrementarlos porque el elemento que propongo es, efectivamente, el excremento: la mierda.


-No estoy hablando -añade tras una breve pausa solemne en que se abre un silencio expectante de indignación y asombro de todos los contertulios- como vate venido a menos que utiliza una metáfora que escandalizará sólo a los burgueses biempensantes,  que son los que no piensan. No estoy hablando en sentido figurado, sino en sentido real, física- y químicamente puro. Apelo a los sentimientos más íntimos de los presentes. ¿Quién no ha sentido alguna vez en su vida que todo es...  una puta mierda? ¡Que levante la mano si hay alguien aquí presente que no se haya percatado de eso alguna vez en su vida! Y cuando digo todo, digo todo y abarco a todas las cosas que hay y que son lo que son, incluidas todas las personas a las que meto en el mismo saco, y yo, el poeta venido a menos, el poeta dinamitero, el primero entre ellas. Por muy grosero que pueda parecer este quinto elemento, es la esencia de la realidad que demuestra, al mismo tiempo, la falsedad del mundo.


El manifiesto, una vez leído, ha arrancado algunos aplausos incondicionales y alguna crítica que otra soterrada. El bohemio exaltado ha apurado el chupito de tequila de un trago, y acto seguido ha concluido perentorio: -Recordad, amigos, que ninguna futura eternidad va a devolvernos el momento presente si lo rechazamos.

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