miércoles, 5 de febrero de 2014

Lo que vale un peine

No hay que confundir, como hace el necio,  el valor con el precio, según sentenció Machado. El valor es algo muy distinto del precio que puede alcanzar una cosa en el mercado. De hecho, las cosas más valiosas no tienen precio; y, al revés, las cosas que tienen código de barras no suelen tener mucho valor, no más que el precio que tienen.

Hecha esta advertencia, voy a centrarme en un objeto de uso tan cotidiano y aparentemente tan trivial como es un peine, y voy a mostrar lo que puede valer un peine: cómo este objeto puede convertirse en una pequeña obra de arte que, además de su utilidad práctica de peinar el cabello, puede impregnarnos de sugerencias. Hablo, claro, de un valor inmaterial, de un valor, por así decirlo, cultural y espiritual.


Se trata de un peine de marfil perteneciente al período micénico, siglo XIII antes de Cristo,  hallado en la necrópolis de Espata, Grecia, a unos veinte kilómetros de Atenas. Está decorado en ambos lados del mango con imágenes de esfinges con las alas desplegadas sentadas en dos filas: cuatro laterales y enfrentadas dos a dos y una central, debajo de un  adorno circular que recuerda a un rosetón. Las esfinges tienen cabeza humana, cuerpo, garras y cola de león y alas de ave rapaz.


(Museo Arqueológico Nacional de Atenas).




La palabra esfinge, procedente del griego sphinx, y está en relación con el verbo sphíngo “apretar”, “estrangular”, tal vez por los aprietos en que ponía a los caminantes. Está relacionada con la palabra castellana “esfínter”.

Decimos en castellano a veces de alguien que es o que parece una esfinge. ¿Qué quiere decir? Que la persona que adopta esa actitud se muestra muy reservada, misteriosa o enigmática. El que es como una esfinge tiene una actitud fría y distante, impasible, no muestra al exterior lo que piensa ni trasluce lo que siente.

Cuando hablamos de esfinges pensamos enseguida en dos cosas: por una parte en el colosal monumento de Guiza, en Egipto, el guardián de las pirámides, y por otro en el mito griego de Edipo. Se mezclan así en nuestra imaginación dos aspectos bien distintos: una forma nacida en Egipto en el tercer milenio a. de C., sin relación con ningún mito que conozcamos, y un mito griego muchísimo más moderno, no anterior al primer milenio, sin una forma concreta determinada. ¿Qué es lo que hacemos entonces nosotros? Pues le atribuimos a la esfinge griega la forma de la egipcia,   y a la egipcia, sin querer, la relacionamos con el mito de Edipo. 

Ambas esfinges son muy diferentes: la egipcia, en principio, representaba al faraón, por lo que no es una, sino un esfinge. Era además un dios-león, un guardián del mundo de la noche y de los muertos.   Cierto es que hay en Egipto esfinges femeninas, pero la mayoría son masculinas. La esfinge griega, por su parte, es un monstruo femenino, de rostro y pecho de mujer, cuerpo, zarpas y cola de león, por lo general dotada de alas. El elemento femenino  de la esfinge griega  le confiere a este monstruo  un curioso componente erótico similar al de las sirenas o las harpías, por lo que se ha querido ver en ella una personificación del tópico de la femme fatale.


(Esfinge de Guiza, El Cairo, Egipto)


La primera Esfinge que conocemos, pues, es la egipcia. Extendida enseguida por el Mediterráneo. En Micenas se convierte en un símbolo funerario. Hay quien dice que represetan el poder de los reyes micénicos De hecho hay quien piensa que las dos leonas de la puerta de los leones de la tumba de Agamenón de Micenas no son dos leonas sino dos esfinges que velan el cadáver del rey, dado que sus cabezas están hechas de un material diferente y miraban a los que se acercaban a la puerta. Las esfinges se presentarían así como guardianas de las almas de los difuntos en principio. 

 (Puerta de Los Leones, Micenas)

Pero la esfinge digamos clásica fue la enviada por Hera a la ciudad de Tebas como castigo divino por el asesinato del rey Layo, al que había matado Edipo accidentalmente sin saber ni quién era ni que era su padre que lo abandonó al nacer. La esfinge, sin perder sus connotaciones fúnebres,  vivía en una montaña, cerca de la ciudad y asolaba la región devorando a los caminantes que pasaban junto a su guarida. Les planteaba unos enigmas difíciles de resolver. Si sus víctimas no encontraban la solución, las mataba.


El enigma que le plantea a Edipo es el siguiente: ¿Cuál es el animal que tiene una sola voz, que por la mañana camina a cuatro patas, por la tarde a dos y por la noche a tres? La respuesta, como todo el mundo sabe, que le dio Edipo a la Esfinge fue: el hombre, que de pequeño gatea a cuatro patas, cuando es adulto se sostiene erguido sobre sus dos pies y, en la vejez, camina apoyado en un bastón. 

Se trata de una trinidad, de un ser que es tres en uno, tres generaciones en una: el niño, el adulto, el anciano. Son tres seres distintos y, paradójicamente, uno solo y el mismo. ¿Somos el mismo el niño que hemos sido, el adulto que somos y el anciano que seremos? Algo nos dice que sí, y algo a la vez se rebela contra eso y nos dice que eso no puede ser. 

Tal vez por eso mismo, cuando Edipo resolvió el enigma, la Esfinge se suicidó arrojándose al vacío desde lo alto de una roca. El monstruo y la amenaza mortal que suponía habían muerto. Como premio Edipo obtuvo, además,  el trono de Tebas, que había quedado vacante, casándose con la enviudada reina Yocasta, que resultó ser su madre, una madre que lo había abandonado cuando nació ante el temor de que se cumpliera la terrible profecía que anunciaba que ese hijo mataría, llegado el día, a su padre y yacería con su madre haciéndole hijos, como acabó sucediendo.

(Edipo y la Esfinge, Giorgio di Chirico, 1968)
 

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