Decíamos en
una antigua lección de economía en el otro blog, a propósito de la frase de don Antonio Machado: Todo
necio confunde valor y precio lo siguiente: “Las artes, como todas las cosas en este
mundo, no se libran del proceso comercial que las convierte en mercancías y en
propiedades privadas, por lo que sus obras tienen un precio, y a menudo muy
alto, tan alto que muchas veces resulta incalculable, hasta el punto de que
suele estar en razón inversamente proporcional al del valor y utilidad que
tienen para la gente, por lo que cuanto menos valen para el común de los
mortales, más caras se pagan, y viceversa”.
Diógenes de Sinope, apodado el Perro, era consciente ya de
que todas las cosas (incluidas las personas en su mayoría) tenían un
precio en el mercado, y de que el amor al dinero era la patria de todos
los males, la metrópolis, dice literalmente él en griego: el fundamento, la fuente, la madre que los parió a todos ellos, τὴν φιλαργυρίαν εἶπε
μητρόπολιν πάντων τῶν κακῶν.
Y era también consciente de la
arbitrariedad de todos los precios que hacía que
cosas de gran valor se vendieran muy baratas y que las más valiosas no
tuvieran precio alguno, y, al
revés, que las que no valían absolutamente para nada, como la mayoría de
las llamadas obras de arte, costaran carísimas
en el mercado, como señalábamos arriba; cuanto más inútiles e inservibles de hecho fueran, más
caras e inasequibles resultaban. Y ponía a título de ejemplo él una
pieza escultórica, una estatua humana, verbigracia. Afirmaba que podía
llegar a alcanzar en su época la astronómica cifra de tres mil dracmas
en la subasta del mercado. Se ha estimado, según leo en la
Güiquipedia, que una dracma del siglo V antes de Cristo, es decir, de la
época
de Periclés podía equivaler a 36 dólares norteamericanos del año 2006,
por lo
que las tres mil dracmas del precio que atribuye Diógenes a la efigie
equivaldrían,
grosso modo, a 108.000 dólares de ese
año, que no es poco.
Otro ejemplo de esto puede constituir el perro de Alcibíades,
por el que su dueño llegó a pagar la elevadísima cantidad de setenta
minas, o sea un talento, que eran 60 minas, y diez dracmas más, lo que,
teniendo en cuenta que una mina eran cien dracmas, vendría a ser siete
mil dracmas lo que costó el chucho que Alcibíades, sobrado de talentos,
nunca mejor dicho, paseaba orgulloso por Atenas, y que le sirvió para
distraer la atención de sus conciudadanos y hacer que no repararan en su
persona y sí en su perro.
Frente a estos precios elevadísimos de
una obra de arte y de una mascota con pedigrí, como contrapartida, el
precio de un cuartillo de harina de cebada, del que podía depender
solucionar el problema del hambre de una persona, resultaba muy barato
en el mercado. No se habían tenido muy en cuenta los costes de producción: el trabajo que había
detrás de preparar y arar la tierra de cultivo, sembrar y cosechar el
cereal, y lo importante
del producto para la elaboración del pan, que contiene mayor cantidad
de proteína que el elaborado con harina de trigo, y la alimentación del
organismo, dado su beneficioso valor
nutritivo.
Diógenes no quería decir, obviamente,
que hubiera que encarecer un producto fundamental como era la harina y
subir su precio, pues no era partidario él de ninguna economía de
mercado, sino que quería denunciar que no era lógico que un capricho
escultórico fuera tan caro y un artículo de primera necesidad, como
suele decirse, tan barato; se trata simplemente de constatar la falta de
correlación entre el valor de las cosas y el precio con el que se las
tasa y se les asigna, y la arbitrariedad por lo tanto de todas las
tasaciones y precios comerciales sujetos como están a los numerosos
vaivenes y caprichos de las leyes de la oferta y la demanda del mercado.
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