Era Acteón un joven no poco
arrogante que había sido iniciado en las artes cinegéticas de la caza por el centauro
Quirón, maestro de tantos héroes. Un día
se jactó de ser mejor cazador que la propia diosa de ese oficio. Afirmó, no sin soberbia, que era superior
en el manejo del arco y las flechas a la
señora de las bestias salvajes. Diana o Artemisa, la hermana gemela de Apolo,
el dios que hiere de lejos, en
efecto, daba alcance con las fulminantes
flechas de su arco certero a cualquier animal del bosque que se pusiera a tiro,
pues no le temblaba el pulso y su ejercicio en tal menester era bastante largo.
No en vano la diosa hija del omnipotente Zeus le había pedido siendo niña que le regalase un arco y
unas flechas, a lo que el dios accedió complaciendo el capricho muy alejado de los menesteres femeninos de la
mujer antigua. Ya se prefiguraba desde su infancia que Diana iba a ser una
diosa inconformista que no iba a resignarse a considerar natural la condición
femenina que le asigna a la mujer el huso y la rueca, imponiéndole las labores
silenciosas del hogar que separan a la matrona antigua de la vida política y de
la guerra. Ya se prefiguraba en ella el ideal de las amazonas, aquellas mujeres
que prescindirían del varón, a los que sólo utilizarían esporádicamente para la
reproducción. Estas mujeres hacen en la fantasía lo mismo que en la realidad
histórica hacían los varones con las mujeres: relegarlas de la vida social, política
y militar, víctimas de la sociedad patriarcal. Las amazonas, pues, que también
se ejercitarán en el manejo del arco y la flecha, la considerarán su diosa protectora.
Esa jactancia de
Acteón no iba a quedar sin castigo. Ha cometido el pecado de hýbris o
soberbia: no conoce, sin duda, el terrible poder de la diosa que acaba de
desafiar. No es este sin embargo un poder sobrenatural e irracional, como
pudiera parecer a primera vista, sino todo lo contrario. A pesar de haber
tenido un excelente maestro como sin duda fue el centauro Quirón, Acteón no ha
aprendido algo fundamental para la vida del ser humano: que los hombres deben
conocer sus limitaciones, es decir, los límites de su conocimiento, y que no pueden desafiar a una deidad que encarna
el sexo y una concreción distinta de la condición femenina, como acaba de hacer él, considerando que es
superior a ella y que, por lo tanto, sabe y da por cierto, algo que no sabe.
Todos somos, de alguna manera,
Acteón, paradigma de la condición humana.
Podemos pues identificarnos por empatía con su tragedia, lo que le
sucedió un día en que a la sazón se hallaba cazando en el bosque con su jauría
de perros. Podemos, pues, recrear, como
si fuéramos uno de tantos pintores renacentistas fascinados por los mitos
clásicos, la escena. Pero no es una leyenda galante y amable de tono
versallesco. La historia de Acteón no puede acabar bien: es una tragedia.
Acteón, joven y sudoroso, recorre el bosque, ese espacio mágico y ajeno a la civilización donde se desarrollan
tantas historias. Es el bosque de todos los cuentos populares, un lugar
misterioso que rodea con su amenaza imprecisa la ciudad, un espacio agreste y
salvaje y, por lo tanto, no cultivado y ni siquiera conocido, tan temido como deseado, donde habitan los ogros y la mayoría de los
monstruos que asustan a los niños durante su infancia infundiéndoles un terror
cerval, donde uno se encuentra con lo desconocido. Imaginemos que sus perros
extenuados y sudorosos como él han perdido, por caso, la pista de la
presa.
Somos, por lo tanto, Acteón.
Hemos hecho un alto en el camino para recobrar el aliento. Nos late el corazón
con fuerza en el pecho. Hemos llegado a
un lugar ameno y recóndito en el corazón del bosque: sombrío, fresco, donde se
respira la humedad en el aire, donde no llegan sino muy temperados los rayos
del sol que con sus ardores resquebraja los campos. Alertados, vamos a suponer, por unas risas lejanas y el chapoteo del
agua, descorremos una cortina de maleza y descubrimos una gruta. No hay nada
artificial en ella, todo es natural. No
es el arte, por lo tanto, lo que imita a la naturaleza, sino, al contrario, la
propia naturaleza la que emula al arte y la que ha erigido un arco de triunfo
en la roca viva.
Bajo una cascada rumorosa de aguas manantiales se bañan unos
perfectos cuerpos desnudos. Sería difícil, si no imposible, decir si son reales
o sólo el fruto de nuestro deseo aquellos espíritus carnales de las aguas que
se zambullen con entera naturalidad, sin ningún pudor, dejando entrever sus
ondulantes cuerpos desprovistos de los vestidos con los que la sociedad
humana recubre la desnudez primigenia:
una ninfa deja ver su larga espalda, otra nada mostrando sus rotundas y a la
vez delicadas nalgas y se da vuelta en el agua exhibiendo sus turgentes pechos.
Las bañistas disfrutan del agua con la que se funden, ajenas a la mirada del
joven espectador que, oculto en la espesura, las contempla no sin experimentar
deseo.
Ahora Acteón, el macho joven
embargado de deseo, somos nosotros.
Acteón soy yo mismo que, con la imaginación, estoy viendo a esas ninfas
desnudas que se confunden con las propias y cristalinas linfas. Nuestra
contemplación no altera para nada su
baño porque ellas ignoran que un extraño las está contemplando. Pero entre
ellas hay una ninfa rutilante, bajo el chorro de la cascada cantarina, que nos
da la espalda y que deslumbra como la luna llena en el cielo abierto de una
noche despejada. No tardará en darse la vuelta, alertada por algo imperceptible,
como si hubiera adivinado nuestra sacrílega presencia. Pero no es lo que
parecía a primera vista: una ninfa como las demás. Hay algo sobrenatural en ella, tal vez su
blancura resplandeciente que recuerda a los rayos de la luna. No es una
mujer, sino una diosa enfurecida que
sabe que alguien la está mirando y no una diosa cualquiera, sino la propia
Artemisa, la hermana gemela de Apolo, la que, como el dios según el epíteto
homérico, puede herirnos desde lejos.
Cuando se da la vuelta no puede
evitar que el espectador oculto en la espesura contemple su sexo divinal y,
acto seguido, reconozca su identidad: ha visto a la mismísima diosa Diana
bañándose desnuda. El mirón ha
sorprendido sin querer desnuda a la diosa virgen y montaraz, de una belleza
salvaje y natural, singular y convulsiva, alejada de los afeites y cosméticos
de la civilización. Acteón ha visto algo que va a hacer que cambie su vida. Ya
no podrá seguir siendo el mismo después de verlo. La visión no le dejará
indiferente. Esa visión es el castigo no casual, como pudiera parecer a primera
vista, de su soberbia de predador.
¿Qué
ha visto? Ha visto lo que está prohibido y vedado a los ojos humanos: lo que
nadie debe ver. Ha visto a una divinidad, a un ser sobrenatural y, por eso
mismo, imposible. La diosa virgen, además, estaba completamente desnuda y le ha
ofrecido en un brevísimo instante que apenas conseguiría captar una fotografía
el espectáculo natural de su velludo sexo poderoso. Acteón ha profanado con su mirada la
virginidad de aquella vulva divina.
El arco se le ha caído al suelo
a Acteón. El joven cazador ha quedado desarmado. Se diría que esta diosa, que
ocupa el centro de la escena, está más desnuda, si cabe, que su cortejo
femenino de ninfas cristalinas. Se diría que está tan desnuda que es
transparente. El cazador se siente
cazado: ha caído, de alguna manera, en las redes de la trampa del encanto
monstruoso de la diosa. Sabe que esa visión extraordinaria no puede dejarle
indiferente.
No es ningún secreto que la mitología clásica grecorromana y la tradición bíblica judeocristiana han sido dos de las principales fuentes de inspiración de la pintura a lo largo de casi toda su historia. No es raro, pues, que los pintores se hayan regodeado muchas veces recreando el baño de Diana solitaria y resplandeciente como la luna llena, o acompañada, las más de las veces, por el coro de sus fieles ninfas, que encarnan de alguna manera el espíritu femenino y voluble de las linfas.
Si al mismo tiempo, figura Acteón en el lienzo pintado por el artista, es como si, sin querer la cosa, los espectadores que contemplamos el cuadro en el museo o la pinacoteca nos convirtiéramos en modernos acteones, si se me permite la utilización del nombre propio como nombre común, o mirones o voyeurs, al ser incluido el observador de la escena dentro de la escena que se observa.
Es el caso, por ejemplo, de Tiziano, en este óleo sobre lienzo que atesora la National Gallery londinense, donde a la derecha del espectador figura la diosa, cuya irritación es patente en su rostro y en el intento de cubrir su blanca desnudez con un velo, ayudada por una esclava negra. Contrastan así la blancura deslumbrante de Diana, una blancura resplandeciente y lunar, sentada y caracterizada por una media luna, precisamente, sobre su cabello, y la negrura de la sierva.
No es ningún secreto que la mitología clásica grecorromana y la tradición bíblica judeocristiana han sido dos de las principales fuentes de inspiración de la pintura a lo largo de casi toda su historia. No es raro, pues, que los pintores se hayan regodeado muchas veces recreando el baño de Diana solitaria y resplandeciente como la luna llena, o acompañada, las más de las veces, por el coro de sus fieles ninfas, que encarnan de alguna manera el espíritu femenino y voluble de las linfas.
Si al mismo tiempo, figura Acteón en el lienzo pintado por el artista, es como si, sin querer la cosa, los espectadores que contemplamos el cuadro en el museo o la pinacoteca nos convirtiéramos en modernos acteones, si se me permite la utilización del nombre propio como nombre común, o mirones o voyeurs, al ser incluido el observador de la escena dentro de la escena que se observa.
Es el caso, por ejemplo, de Tiziano, en este óleo sobre lienzo que atesora la National Gallery londinense, donde a la derecha del espectador figura la diosa, cuya irritación es patente en su rostro y en el intento de cubrir su blanca desnudez con un velo, ayudada por una esclava negra. Contrastan así la blancura deslumbrante de Diana, una blancura resplandeciente y lunar, sentada y caracterizada por una media luna, precisamente, sobre su cabello, y la negrura de la sierva.
Diana y Acteón, Tiziano (1556-1559)
Según el relato que hace el
poeta Ovidio de la leyenda, la diosa pronunciará unas palabras misteriosas que,
de alguna manera, anuncian la inminente catástrofe:
Cabe ahora que cuentes que a mí
desnuda me viste,
si es que lo puedes contar.
Pero ¿cómo va a contar él lo que
ha visto si no hay palabras en el humano lenguaje que puedan dar cuenta de
ello? Ante lo que ha visto sólo puede enmudecer. Algo parecido le sucederá a
Tiresias cuando se encuentre frente al sexo desnudo y amenazador de otra diosa
virgen: perderá la visión. Acteón ya ha perdido la palabra. Siente un pánico
propio de un ciervo acorralado. Acteón, pues,
el cazador solitario, se ha convertido ya en la presa que su jauría
estaba buscando. Acteón ha perdido su identidad. Cuando vea su reflejo en el
agua, en el que no pude reconocerse, gritará pero de su garganta sólo saldrá un
espantoso mugido...Ya ha dejado de ser lo que es, un joven cazador sudoroso que
se regodeaba contemplando a las ninfas desnudas, para convertirse en la presa que sus perros
perseguían: aquel codiciado ciervo de amplia cornamenta que se había perdido en
la espesura.
Tenemos dos versiones de la
tragedia: según la primera, Acteón sufriría una metamorfosis y se transformaría
en un venado; según otra, representada en un vaso griego, los perros, enfurecidos, lo verán como tal ciervo y lo despedazarían,
sin que el cazador haya perdido su forma humana. En ambos casos, muere
víctima de sus perros: el cazador ha sido cazado. El espectador que pretendía
estar ajeno a la escena que contemplaba porque pensaba que no podía afectarle
de ninguna manera ha perdido su identidad y ha alcanzado una muerte cruel y
sanguinaria.
Diana y Acteón, Cranach el Joven (c. 1550)
Desde una interpretación
racionalista de la leyenda, el pecado de soberbia de Acteón consiste en creer
que el sexo masculino (que encarna Acteón)
supera en el arte de la caza al sexo femenino (que encarna la diosa).
Aunque tradicionalmente el manejo del arco y las flechas sea un oficio
masculino, que a Acteón le ha transmitido el legendario centauro Quirón,
preceptor de tantos héroes y representante
de la educación y transmisión de los valores tradicionales del mundo clásico.
La mujer puede ser igual o superior al hombre en el manejo del arco y las
flechas, pese a que la sociedad considere que no sea un menester digno de las
féminas. Se está criticando, en suma, el reparto tradicional de papeles
masculinos y femeninos que pretende asignar, como si fueran naturales, a uno u
otro sexo distintas ocupaciones culturales de género. Se está confundiendo,
pues, el género con el sexo, que no predestina culturalmente a nada... El
género es una elaboración cultural, mientras que el sexo no lo es.
La leyenda presenta, a
continuación, un tema secundario en
algunas de sus versiones: los perros, cuando dejan de ser lobos, es decir,
cuando recobran su estado doméstico añoran a su antiguo dueño. ¿Dónde está
nuestro amo? Se preguntan. Ignoran que el ciervo que han despedazado no era tal
ciervo... Cuenta la leyenda que los perros, desconsolados, buscaron en vano a su dueño por todo el bosque, llenándolo con sus gemidos y ladridos, hasta que llegaron por casualidad a la gruta donde vivía el sabio centauro Quirón, quien, para consolarlos, modeló una estatua a imagen y semejanza de su antiguo amo Acteón. Este simuladro de Acteón, que representa la imagen de su amo, aplacará a la jauría. Aparece el arte como sustituto de la realidad, a la que imita.
Confortados por el dulce engaño, los perros calmarán su angustia. Creerán haber
recuperado a Acteón y dejarán de ladrar, volviendo el silencio al bosque.
Os propongo contemplar este breve cortometraje de gran valor artístico titulado "Metamorphosis" (transformación en román paladino), que hace una recreación del mito, donde se cuenta, siguiendo a Ovidio, que lo narró versificado en sus Metamorfosis, la historia y su desenlace: el castigo que sufrirá Acteón por haber contemplado a la diosa desnuda, la conversión del cazador en presa.
Os propongo contemplar este breve cortometraje de gran valor artístico titulado "Metamorphosis" (transformación en román paladino), que hace una recreación del mito, donde se cuenta, siguiendo a Ovidio, que lo narró versificado en sus Metamorfosis, la historia y su desenlace: el castigo que sufrirá Acteón por haber contemplado a la diosa desnuda, la conversión del cazador en presa.
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