sábado, 30 de noviembre de 2019

Acteón o la leyenda del cazador cazado

Era Acteón un joven no poco arrogante que había sido iniciado en las artes cinegéticas de la caza por el centauro Quirón,  maestro de tantos héroes. Un día se jactó de ser mejor cazador que la propia diosa de ese oficio. Afirmó, no sin soberbia, que era superior en el manejo del arco y las flechas a  la señora de las bestias salvajes. Diana o Artemisa, la hermana gemela de Apolo, el dios que hiere de lejos, en efecto,  daba alcance con las fulminantes flechas de su arco certero a cualquier animal del bosque que se pusiera a tiro, pues no le temblaba el pulso y su ejercicio en tal menester era bastante largo. No en vano la diosa hija del omnipotente Zeus le había pedido siendo niña que le regalase un arco y unas flechas, a lo que el dios accedió complaciendo el capricho muy  alejado de los menesteres femeninos de la mujer antigua. Ya se prefiguraba desde su infancia que Diana iba a ser una diosa inconformista que no iba a resignarse a considerar natural la condición femenina que le asigna a la mujer el huso y la rueca, imponiéndole las labores silenciosas del hogar que separan a la matrona antigua de la vida política y de la guerra. Ya se prefiguraba en ella el ideal de las amazonas, aquellas mujeres que prescindirían del varón, a los que sólo utilizarían esporádicamente para la reproducción. Estas mujeres hacen en la fantasía lo mismo que en la realidad histórica hacían los varones con las mujeres: relegarlas de la vida social, política y militar, víctimas de la sociedad patriarcal. Las amazonas, pues, que también se ejercitarán en el manejo del arco y la flecha,  la considerarán su diosa protectora.

 

Esa jactancia de Acteón no iba a quedar sin castigo. Ha cometido el pecado de hýbris o soberbia: no conoce, sin duda, el terrible poder de la diosa que acaba de desafiar. No es este sin embargo un poder sobrenatural e irracional, como pudiera parecer a primera vista, sino todo lo contrario. A pesar de haber tenido un excelente maestro como sin duda fue el centauro Quirón, Acteón no ha aprendido algo fundamental para la vida del ser humano: que los hombres deben conocer sus limitaciones, es decir, los límites de su conocimiento,  y que no pueden desafiar a una deidad que encarna el sexo y una concreción distinta de la condición femenina,  como acaba de hacer él, considerando que es superior a ella y que, por lo tanto, sabe y da por cierto, algo que no sabe.



Todos somos, de alguna manera, Acteón, paradigma de la condición humana.  Podemos pues identificarnos por empatía con su tragedia, lo que le sucedió un día en que a la sazón se hallaba cazando en el bosque con su jauría de perros. Podemos, pues,  recrear, como si fuéramos uno de tantos pintores renacentistas fascinados por los mitos clásicos, la escena. Pero no es una leyenda galante y amable de tono versallesco. La historia de Acteón no puede acabar bien: es una tragedia. 

Acteón, joven y sudoroso, recorre el bosque, ese espacio mágico y  ajeno a la civilización donde se desarrollan tantas historias. Es el bosque de todos los cuentos populares, un lugar misterioso que rodea con su amenaza imprecisa la ciudad, un espacio agreste y salvaje y, por lo tanto, no cultivado y ni siquiera conocido,  tan temido como deseado,  donde habitan los ogros y la mayoría de los monstruos que asustan a los niños durante su infancia infundiéndoles un terror cerval, donde uno se encuentra con lo desconocido. Imaginemos que sus perros extenuados y sudorosos como él han perdido, por caso, la pista de la presa. 

Somos, por lo tanto, Acteón. Hemos hecho un alto en el camino para recobrar el aliento. Nos late el corazón con fuerza en el pecho.  Hemos llegado a un lugar ameno y recóndito en el corazón del bosque: sombrío, fresco, donde se respira la humedad en el aire, donde no llegan sino muy temperados los rayos del sol que con sus ardores resquebraja los campos.    Alertados, vamos a suponer,  por unas risas lejanas y el chapoteo del agua, descorremos una cortina de maleza y descubrimos una gruta. No hay nada artificial en ella,  todo es natural. No es el arte, por lo tanto, lo que imita a la naturaleza, sino, al contrario, la propia naturaleza la que emula al arte y la que ha erigido un arco de triunfo en la roca viva. 

Bajo una cascada rumorosa de aguas manantiales se bañan unos perfectos cuerpos desnudos. Sería difícil, si no imposible, decir si son reales o sólo el fruto de nuestro deseo aquellos espíritus carnales de las aguas que se zambullen con entera naturalidad, sin ningún pudor, dejando entrever sus ondulantes cuerpos desprovistos de los vestidos con los que la sociedad humana  recubre la desnudez primigenia: una ninfa deja ver su larga espalda, otra nada mostrando sus rotundas y a la vez delicadas nalgas y se da vuelta en el agua exhibiendo sus turgentes pechos. Las bañistas disfrutan del agua con la que se funden, ajenas a la mirada del joven espectador que, oculto en la espesura, las contempla no sin experimentar deseo.

Ahora Acteón, el macho joven embargado de deseo,  somos nosotros. Acteón soy yo mismo que, con la imaginación, estoy viendo a esas ninfas desnudas que se confunden con las propias y cristalinas linfas. Nuestra contemplación  no altera para nada su baño porque ellas ignoran que un extraño las está contemplando. Pero entre ellas hay una ninfa rutilante, bajo el chorro de la cascada cantarina, que nos da la espalda y que deslumbra como la luna llena en el cielo abierto de una noche despejada. No tardará en darse la vuelta, alertada por algo imperceptible, como si hubiera adivinado nuestra sacrílega presencia. Pero no es lo que parecía a primera vista: una ninfa como las demás.  Hay algo sobrenatural en ella, tal vez su blancura resplandeciente que recuerda a los rayos de la luna. No es una mujer,  sino una diosa enfurecida que sabe que alguien la está mirando y no una diosa cualquiera, sino la propia Artemisa, la hermana gemela de Apolo, la que, como el dios según el epíteto homérico, puede herirnos desde lejos.

Cuando se da la vuelta no puede evitar que el espectador oculto en la espesura contemple su sexo divinal y, acto seguido, reconozca su identidad: ha visto a la mismísima diosa Diana bañándose desnuda. El mirón  ha sorprendido sin querer desnuda a la diosa virgen y montaraz, de una belleza salvaje y natural, singular y convulsiva, alejada de los afeites y cosméticos de la civilización. Acteón ha visto algo que va a hacer que cambie su vida. Ya no podrá seguir siendo el mismo después de verlo. La visión no le dejará indiferente. Esa visión es el castigo no casual, como pudiera parecer a primera vista, de su soberbia de predador.   

¿Qué ha visto? Ha visto lo que está prohibido y vedado a los ojos humanos: lo que nadie debe ver. Ha visto a una divinidad, a un ser sobrenatural y, por eso mismo, imposible. La diosa virgen, además, estaba completamente desnuda y le ha ofrecido en un brevísimo instante que apenas conseguiría captar una fotografía el espectáculo natural de su velludo sexo poderoso.  Acteón ha profanado con su mirada la virginidad de aquella vulva divina.


El arco se le ha caído al suelo a Acteón. El joven cazador ha quedado desarmado. Se diría que esta diosa, que ocupa el centro de la escena, está más desnuda, si cabe, que su cortejo femenino de ninfas cristalinas. Se diría que está tan desnuda que es transparente.  El cazador se siente cazado: ha caído, de alguna manera, en las redes de la trampa del encanto monstruoso de la diosa. Sabe que esa visión extraordinaria no puede dejarle indiferente.


No es ningún secreto que la mitología clásica grecorromana y la tradición bíblica judeocristiana han sido dos de las principales fuentes de inspiración de la pintura a lo largo de casi toda su historia. No es raro, pues, que los pintores se hayan regodeado muchas veces recreando el baño de Diana solitaria y resplandeciente como la luna llena,  o acompañada, las más de las veces, por el coro de sus fieles ninfas, que encarnan de alguna manera el espíritu femenino y voluble de las linfas.

Si al mismo tiempo, figura Acteón en el lienzo pintado por el artista, es como si, sin querer la cosa, los espectadores que contemplamos el cuadro en el museo o la pinacoteca nos convirtiéramos en modernos acteones, si se me permite la utilización del nombre propio como nombre común, o mirones o voyeurs, al ser incluido el observador de la escena  dentro de la escena que se observa.

Es el caso, por ejemplo, de Tiziano, en este óleo sobre lienzo que atesora la National Gallery londinense, donde a la derecha del espectador figura la diosa, cuya irritación es patente en su rostro y en el intento de cubrir su blanca desnudez con un velo, ayudada por una esclava negra. Contrastan así la blancura deslumbrante de Diana, una blancura resplandeciente y lunar, sentada y caracterizada por una media luna, precisamente, sobre su cabello,  y la negrura de la sierva.

 
 Diana y Acteón,  Tiziano (1556-1559)

Según el relato que hace el poeta Ovidio de la leyenda, la diosa pronunciará unas palabras misteriosas que, de alguna manera, anuncian la inminente catástrofe:

Cabe ahora que cuentes que a mí desnuda me viste,
si es que lo puedes contar.

Pero ¿cómo va a contar él lo que ha visto si no hay palabras en el humano lenguaje que puedan dar cuenta de ello? Ante lo que ha visto sólo puede enmudecer. Algo parecido le sucederá a Tiresias cuando se encuentre frente al sexo desnudo y amenazador de otra diosa virgen: perderá la visión. Acteón ya ha perdido la palabra. Siente un pánico propio de un ciervo acorralado. Acteón, pues,  el cazador solitario, se ha convertido ya en la presa que su jauría estaba buscando. Acteón ha perdido su identidad. Cuando vea su reflejo en el agua, en el que no pude reconocerse, gritará pero de su garganta sólo saldrá un espantoso mugido...Ya ha dejado de ser lo que es, un joven cazador sudoroso que se regodeaba contemplando a las ninfas desnudas,  para convertirse en la presa que sus perros perseguían: aquel codiciado ciervo de amplia cornamenta que se había perdido en la espesura.

Tenemos dos versiones de la tragedia: según la primera, Acteón sufriría una metamorfosis y se transformaría en un venado; según otra, representada en un vaso griego, los perros, enfurecidos,  lo verán como tal ciervo y lo despedazarían, sin que el cazador haya perdido su forma humana. En ambos casos, muere víctima de sus perros: el cazador ha sido cazado. El espectador que pretendía estar ajeno a la escena que contemplaba porque pensaba que no podía afectarle de ninguna manera ha perdido su identidad y ha alcanzado una muerte cruel y sanguinaria. 

 Diana y Acteón, Cranach el Joven (c. 1550)

Desde una interpretación racionalista de la leyenda, el pecado de soberbia de Acteón consiste en creer que el sexo masculino (que encarna Acteón)  supera en el arte de la caza al sexo femenino (que encarna la diosa). Aunque tradicionalmente el manejo del arco y las flechas sea un oficio masculino, que a Acteón le ha transmitido el legendario centauro Quirón, preceptor de tantos héroes  y representante de la educación y transmisión de los valores tradicionales del mundo clásico. La mujer puede ser igual o superior al hombre en el manejo del arco y las flechas, pese a que la sociedad considere que no sea un menester digno de las féminas. Se está criticando, en suma, el reparto tradicional de papeles masculinos y femeninos que pretende asignar, como si fueran naturales, a uno u otro sexo distintas ocupaciones culturales de género. Se está confundiendo, pues, el género con el sexo, que no predestina culturalmente a nada... El género es una elaboración cultural, mientras que el sexo no lo es.


La leyenda presenta, a continuación,  un tema secundario en algunas de sus versiones: los perros, cuando dejan de ser lobos, es decir, cuando recobran su estado doméstico añoran a su antiguo dueño. ¿Dónde está nuestro amo? Se preguntan. Ignoran que el ciervo que han despedazado no era tal ciervo... Cuenta la leyenda que los perros, desconsolados, buscaron en vano a su dueño por todo el bosque, llenándolo con sus gemidos y ladridos, hasta que llegaron por casualidad a la gruta donde vivía el sabio centauro Quirón, quien, para consolarlos, modeló una estatua a imagen y semejanza de su antiguo amo Acteón. Este simuladro  de Acteón, que representa la imagen de su amo, aplacará a la jauría. Aparece el arte como sustituto de la realidad, a la que imita. Confortados por el dulce engaño, los perros calmarán su angustia. Creerán haber recuperado a Acteón y dejarán de ladrar, volviendo el silencio al bosque. 


Os propongo contemplar este breve cortometraje de gran valor artístico titulado "Metamorphosis" (transformación en román paladino), que hace una recreación del mito, donde se cuenta, siguiendo a Ovidio, que lo narró versificado en sus Metamorfosis,  la historia y su desenlace: el castigo que sufrirá Acteón por haber contemplado a la diosa desnuda, la conversión del cazador en presa.



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