Se formula con estas cuatro palabras latinas non multa sed multum (No muchas cosas, sino mucho) un lema pedagógico bastante descuidado, que defiende que la verdadera cultura o quizá mejor la inteligencia de las cosas no consiste en acumular muchos conocimientos, porque no se basa en su cantidad, sino en su calidad: vale más poco pero a fondo que mucho pero sin la debida profundización: no hay que aprender muchas cosas, sino mucho, que no es lo mismo.
Ya Plinio el Joven, por ejemplo, decía que había que leer mucho, no muchas cosas multum legendum esse non multa, donde “mucho” quiere decir en profundidad, y “muchas cosas” alude a una pluralidad superficial, lo que nos trae a la memoria enseguida aquel fragmento de Heraclito de Éfeso que viene a decir que los conocimientos enciclopédicos no nos enseñan a tener inteligencia: πολυμαθίη νόον ἔχειν οὐ διδάσκει. Heraclito contrapone el concepto de polymathía o plurisciencia enciclopédica al de nóos o inteligencia de las cosas.
Pero es Quintiliano quien lo formula en latín más claramente: la mente ha de ser formada con mucha lectura más que con lectura de muchas cosas: multa magis quam multorum lectione formanda mens.
Las niñas de tus ojos: La palabra pupila procede del latín pupilla, que es el diminutivo de pupa, palabra que significa “muñeca” (de donde el francés poupée y también “niña”. ¿Hay alguna relación entre las pupilas del ojo, esas “aberturas situadas en el centro del iris, por las que entra la luz en el ojo”, como las define el diccionario, y las muñecas o las niñas que la palabra significa?
Alguna relación parece que tiene que haber para que eso sea así. Cuando miramos, en efecto, a los ojos a la persona que tenemos en frente, nos vemos reflejados en su pupila como en un espejo: vemos en el agujero, por donde le entra la luz al ojo, nuestra diminuta figura, reducida como si se tratara de un muñeco.
Comenta Corominas, a propósito de la palabra castellana “niño”, creación expresiva del romance antiguo “ninnus”, que la alusión a la pupila de “niña del ojo” es una metáfora internacional, presente en latín, en griego (κόρη) y en egipcio arcaico, y que se halla extendida por lenguas de las más varias familias en todo el mundo, y que se explica por nuestra imagen reflejada en la pupila del interlocutor.
Uno no puede verse a sí mismo si no es a través de un espejo, y de alguna manera la pupila del ojo ajeno es el primer espejo en el que nos reflejamos, mucho antes de que se hayan inventado los espejos y hayamos descubierto en el agua nuestro reflejo como Narciso.
No puede conocerse uno a sí mismo como ordenaba el frontón del templo de Apolo en Delfos (nosce te ipsum, γνῶθι σαυτόν) en la pupila del otro, porque no puede ser sujeto y objeto de conocimiento sin pasar por la observación de otro sujeto, pero sí podemos reconocernos en el otro.
Las niñas de tus ojos: La palabra pupila procede del latín pupilla, que es el diminutivo de pupa, palabra que significa “muñeca” (de donde el francés poupée y también “niña”. ¿Hay alguna relación entre las pupilas del ojo, esas “aberturas situadas en el centro del iris, por las que entra la luz en el ojo”, como las define el diccionario, y las muñecas o las niñas que la palabra significa?
Alguna relación parece que tiene que haber para que eso sea así. Cuando miramos, en efecto, a los ojos a la persona que tenemos en frente, nos vemos reflejados en su pupila como en un espejo: vemos en el agujero, por donde le entra la luz al ojo, nuestra diminuta figura, reducida como si se tratara de un muñeco.
Comenta Corominas, a propósito de la palabra castellana “niño”, creación expresiva del romance antiguo “ninnus”, que la alusión a la pupila de “niña del ojo” es una metáfora internacional, presente en latín, en griego (κόρη) y en egipcio arcaico, y que se halla extendida por lenguas de las más varias familias en todo el mundo, y que se explica por nuestra imagen reflejada en la pupila del interlocutor.
Uno no puede verse a sí mismo si no es a través de un espejo, y de alguna manera la pupila del ojo ajeno es el primer espejo en el que nos reflejamos, mucho antes de que se hayan inventado los espejos y hayamos descubierto en el agua nuestro reflejo como Narciso.
No puede conocerse uno a sí mismo como ordenaba el frontón del templo de Apolo en Delfos (nosce te ipsum, γνῶθι σαυτόν) en la pupila del otro, porque no puede ser sujeto y objeto de conocimiento sin pasar por la observación de otro sujeto, pero sí podemos reconocernos en el otro.
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