jueves, 28 de enero de 2010

El intrépido Faetonte



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Un día Faetón se enfadó muchísimo con su compañero Épafo, quien le cuestionaba que fuese hijo del Sol. Furioso y avergonzado, fue a comentar la injuria a su madre y a reclamarle una prueba convincente que demostrase la identidad de su verdadero padre. Clímene le jura que es hijo del astro que los ilumina y le insta a que él mismo visite su palacio y compruebe su paternidad. Faetón se dirige aprisa al lugar del que cada mañana sale su padre. Después de subir un camino escarpado, se topa con el palacio del Sol, edificado sobre altas columnas y resplandeciente por el oro brillante y el granate. Entra en la residencia de puertas de plata y de altos techos de reluciente marfil. No se puede acercar demasiado al sol, porque no puede soportar su intensa luz. Su padre, sentado en un fulgurante trono y cubierto con un manto púrpura, le pregunta el motivo de su visita.
Faetón le responde:

- ¡ Oh, padre, dame pruebas para que todos puedan creer que soy hijo tuyo!

Su padre se quitó los rayos que ceñían su frente, lo abrazó con ternura, y le dijo:

- Soy tu padre, y para que no tengas ninguna duda pídeme lo que quieras. Sea lo que sea, juro por lo más sagrado que te lo concederé.

Faetón le pide en seguida que le deje conducir durante un día su carro que, tirado por cuatro caballos veloces, llevaba la luz y el calor a la tierra y a los hombres.

El padre se arrepintió de su juramento, ya que no hay dios ni mortal, excepto él mismo, que pueda conducir el carro que lleva el fuego.

Conducir el carro sería, para Faetón, antes un castigo que un privilegio, ya que es una tarea muy peligrosa. Intentó hacerle cambiar de idea advirtiéndole de los riesgos y peligros, pero no lo consiguió. El insensato y vanidoso Faetón cada vez ansiaba más subirse a aquel carro y demostrar a todo el mundo quién era, por mucho que con el paternal temor ya tuviese pruebas segura de ello.



Después de una larga discusión, al Sol no le queda más remedio que ceder. Cuando aparece la Aurora y huyen las estrellas, las Horas uncen los caballos que, saciados de su pasto de ambrosía, sacan fuego por la boca y les ponen las riendas. El sol acompaña a su hijo sobre su carro, obra de Vulcano. Tenía el eje, la lanza y la llanta de las ruedas de oro, y de plata los radios, con crisólitos y diversas piedras incrustadas en el yugo. Unta su rostro con un ungüento divino para protegerlo de la voracidad de las llamas y ciñe su cabeza con la corona de rayos. Con unos suspiros que ya presagiaban la tragedia, le da los últimos consejos:

- ¡ Por lo menos, hijo mío procura obedecerme! No utilices demasiado las espuelas y agarra fuerte las riendas porque estos caballos son muy bravos. No te apartes del camino, ya verás claramente las marcas de las ruedas. No bajes ni subas demasiado; si te elevas demasiado, quemarás las mansiones celestiales; si bajas demasiado, abrasarás la tierra. Ve por el medio. Piénsalo, todavía puedes cambiar de parecer.

Sobre el carro ligero, el joven, firme en su propósito, deseoso de conducir el carro, se pone bien recto, agarra las deseadas riendas y da las gracias a su contrariado padre.


Los cuatro corceles – Pirois, Eoo, Eton y Flegonte – llenan los cielos con sus relinchos de fuego y, llevados por sus alas, se precipitan hacia delante, desgarrando con sus cascos las nubes. Pero la carga que llevaban en el carro era demasiado ligera y el yugo no tenía el peso habitual. Al igual que las curvas naves se tambalean cuando no llevan la carga que les corresponde y son arrastradas por las aguas a causa de su excesiva ligereza, así el carro sin el peso acostumbrado saltaba por el aire e iba violentamente de un lado a otro. Los caballos, sin control, salen del camino marcado. El desventurado Faetón se asusta y no sabe reconducir la situación. Mira y ve la Tierra tan abajo que palidece y empieza a temblar de miedo. Ahora se arrepiente de haber subido al carro de su padre y de haber querido saber su verdadero origen. Aturdido y atemorizado, suelta las riendas y éstas tocan las grupas de los caballos, que emprenden una carrera sin nadie que los dirija. Corren sin control por donde quieren, topan con las estrellas que hay en el techo del cielo y bajan, luego, hasta las proximidades de la Tierra. Privadas del sol, unas partes de la Tierra se congelaron. En otras regiones, en cambio, se queman los campos, los bosques, las montañas y ciudades enteras con toda su población... Faetón siente el carro candente y ya no soporta más las nubes de ceniza y las chispas que le caen encima. Lo envuelve un humo caliente y, en medio de aquella oscuridad, no sabe dónde está y es arrastrado a la merced de los caballos voladores. En este momento, los pueblos etíopes adquieren el color negro que tienen, Libia se convirtió en un desierto, se secaron ríos, se fundió el oro del Tajo y desparecieron fuentes y lagos.

La Tierra nutricia, que apenas lograba contener la respiración, alzó su sofocada cabeza y habló a Júpiter de este modo:

- Si ésta, rey de los dioses, es tu voluntad y he de morir por la virulencia del fuego, ¿a qué esperas para enviar tus rayos? Si éste es mi destino, al menos quiero morir abrasada por tu fuego.

Júpiter debe evitar el penoso destino. Ya sin nubes, truena y lanza un rayo contra el auriga; así, con fuego cruel, apagó el fuego. Los caballos se asustan, rompen las riendas y se liberan de ellas. Hay restos del carro esparcidos por un área amplísima. Faetón, con la rubia cabellera encendida, se precipita al vacío dejando un largo rastro en el aire, como un cometa. El Erídano lo acoge y limpia su rostro humeante. Las náyades colocan en una tumba su cuerpo e inscriben sobre la lápida los versos siguientes:

AQUÍ YACE FAETÓN, QUE CONDUJO EL CARRO DE SU PADRE.
AUNQUE NO FUE CAPAZ DE GOBERNARLO, 
MURIÓ EN UN GRAN ACTO DE OSADÍA.

El Sol, enlutado y triste, estuvo todo un día escondido; con todo, los incendios daban luz. Odia la luz y, enfurecido con Júpiter, se niega a ofrecer su servicio al mundo. Júpiter mismo se disculpa por haber matado a Faetón y a las súplicas añade amenazas. Al Sol no le queda otro remedio que hacer su trabajo. Reúne a sus caballos enloquecidos y los golpea duramente con el aguijón y el látigo; los castiga cruelmente y los culpa de la muerte de su amado hijo.

Clímene, afligida, fuera de sí, y desgarrándose el pecho, recorrió todo el mundo en busca de los restos de su hijo. Encontró sus huesos enterrados en la ribera del río Erídano. Leyó la inscripción y lloró amargamente. No lo lloran menos las Helíades, que ofrecen sus lágrimas como inútil tributo a la muerte de su hermano, y golpeándose el pecho con las manos, gritan día y noche “Faetón” y se postran sobre el sepulcro.

Habían pasado cuatro meses y ellas continuaban llorando. Un día, Faetusa, la hermana mayor, quiso postrarse en tierra y se quejó de la rigidez de sus pies; y, cuando la bella Lampecia se le acercó, notó de golpe que unas raíces la retenían; la tercera, al querer arrancarse los cabellos, arrancó hojas. Una se queja de que tiene las piernas atrapadas en un tronco; la otra, de que sus brazos se han transformado en largas ramas. Mientras tanto, una fina corteza va cubriendo sus ingles y, poco a poco, les rodea el vientre, el pecho, los hombros y las manos. Sólo les quedaba la boca, con la que llamaban a su madre. Clímene no puede hacer nada más que ir de un lado a otro y darles besos; pero inútilmente intenta arrebatar los cuerpos de los troncos y romper con las manos las tiernas ramas; al hacerlo, salen gotas de sangre, como de un corte. Al ser heridas, las jóvenes gritan:

- Detente, madre, por favor, ¡nos estás desgarrando! Madre , debemos decirte adiós.

Tras estas palabras, la corteza les tapó la boca. De esta corteza manan lágrimas que, endurecidas por el sol, se transforman en ámbar. Las aguas cristalinas del río recogen este ámbar que servirá de ornamento.

Transformadas en álamos, permanecieron para siempre a orillas del río donde cayó su humeante hermano. El amigo de Faetón, Cicno, el hijo de Esténelo, fue testigo de este prodigio. De repente, su voz viril se hace aguda, le cubren los cabellos unas plumas blancas, se le estira el cuello y una membrana une sus dedos, que enrojecen; unas alas tapan sus costados y un pico sin punta le cubre la boca. Se convierte en un cisne, un ave hasta entonces desconocida. Por odio al fuego y a las llamas, elige vivir en el agua de los estanques y los lagos. Los cisnes entonan, antes de morir, un canto placentero.

Texto extraído de “Narraciones de mitos clásicos”; adaptación de las Metamorfosis de Ovidio a cargo de Margalida Capellá. Biblioteca Teide. Barcelona. 2007. Pp. 106 -111.

Las Metamorfosis de Ovidio y Faetón

La principal fuente de información sobre el episodio de Faetón es, sin duda, la obra de Ovidio, Las Metamorfosis ( s. I d. C.), si bien una tragedia de Eurípides llamada Faetón ( s. V a. C.) no ha llegado hasta nosotros.

Ocupa él con su juvenil cuerpo el leve carro
y se aposta encima, y de que a sus manos las leves riendas hayan tocado
se goza, y las gracias da de ello a su contrariado padre.
Entre tanto, voladores, Pirois, y Eoo y Eton,
del Sol los caballos, y el cuarto, Flegonte, con sus relinchos llameantes
las auras llenan y con sus pies las barreras baten.
Las cuales, después de que Tetis, de los hados ignorante de su nieto,
retiró, y hecha les fue provisión del inmenso cielo,
cogen la ruta y sus pies por el aire moviendo
a ellos opuestas hienden las nubes, y con sus plumas levitando
atrás dejan, nacidos de esas mismas partes, a los Euros.
Pero leve el peso era y no el que conocer pudieran
del Sol los caballos, y de su acostumbrado peso el yugo carecía,
y como se escoran, curvas, sin su justo peso las naves,
y por el mar, inestables por su excesiva ligereza, vanse,
así, de su carga acostumbrada vacío, da en el aire saltos
y es sacudido hondamente, y semejante es el carro a uno inane. [...]

Occupat ille levem iuvenali corpore currum
statque super manibusque leves contingere habenas
gaudet et invito grates agit inde parenti.
Interea volucres Pyrois et Eous et Aethon,
Solis equi, quartusque Phlegon hinnitibus auras
flammiferis inplent pedibusque repagula pulsant.
quae postquam Tethys, fatorum ignara nepotis,
reppulit, et facta est inmensi copia caeli,
corripuere viam pedibusque per aera motis
obstantes scindunt nebulas pennisque levati
praetereunt ortos isdem de partibus Euros.
sed leve pondus erat nec quod cognoscere possent
Solis equi, solitaque iugum gravitate carebat;
utque labant curvae iusto sine pondere naves
perque mare instabiles nimia levitate feruntur,
sic onere adsueto vacuus dat in aera saltus
succutiturque alte similisque est currus inani.
Quod simulac sensere, ruunt tritumque relinquunt
quadriiugi spatium nec quo prius ordine currunt.
ipse pavet nec qua commissas flectat habenas
nec scit qua sit iter, nec, si sciat, imperet illis.
tum primum radiis gelidi caluere Triones
et vetito frustra temptarunt aequore tingui,
quaeque polo posita est glaciali proxima Serpens,
frigore pigra prius nec formidabilis ulli, [...]

La literatura de la Edad Moderna y el mito de Faetón

En 1595 encontramos una referencia directa en la obra Romeo y Julieta de William Shakespeare al protagonista de la leyenda. Poco tiempo después, la Fábula de Faetón (1629) del conde de Villamediana retomó la leyenda del joven castigado por su imprudencia, un tema que repitió Calderón de la Barca en su obra El hijo del Sol, Faetón (1661).

La música clásica y Faetón



Antes de que acabara el siglo, las óperas de Lully y de Scarlatti, ambas tituladas Faeton (estrenadas en 1663 y 1685 respectivamente), introdujeron el tema en el mundo de la música. En los siglos XIX y XX, dos temas musicales tomaron como tema este mito: el francés Camille Saint-Saëns compuso su poema sinfónico Faetón (1873), y el inglés Benjamin Britten estrenó en 1951 sus Seis metamorfosis a partir de Ovidio, que incluían una dedicada a Faetón.