La docencia es una de las profesiones más nobles a las que uno puede dedicarse. Por eso se la llama magisterio, que en latín quiere decir “lo más importante”.
Magisterio se contrapone etimológicamente a ministerio, “lo menos importante”; la condición propia de los que mandan, que son los más mandados: la servidumbre.
Pero la docencia no consiste en transmitir conocimientos, sino en despertar la inteligencia, para lo que es contraproducente la acumulación de los saberes.
En efecto, conocer, en el sentido de atesorar conocimientos eruditos a través de la memorización, no sólo es poco inteligente sino un obstáculo para el aprendizaje.
Pues solo se aprende de los propios desengaños; saber, no sabemos nada, pero tenemos muchas, demasiadas certezas que entorpecen el descubrimiento de la verdad.
Aprender es liberarse, tanto el maestro como el discípulo de su condición previa, y de la fe y las creencias que albergan, que hacen imposible el arte de vivir.
Aprender es desaprender, desprenderse de certidumbres e ideas que ciegan razón y corazón. Aprender es liberarse uno. Enseñar es ayudar a liberarse a los demás.
Las aulas son jaulas donde los niños, pájaros prisioneros dentro, aprenden a hacer lo que la propia institución académica que los recluye no les permite: volar.
Aprender, amarrados al palo de una estaca como estamos y pudiendo movernos solamente según la longitud de la soga, es romper el cordel invisible que nos ata.
La buena conducta y buena educación no se basan en la vieja moral retributiva de premio y castigo, sino en el paulatino desprendimiento del ego de uno mismo.
Se elogia aquí la docencia porque despierta la inteligencia y abre la mente, embotada de ordinario por prejuicios y condicionada por el lastre del pasado.
Si se elogia tanto la docencia es porque rompe moldes y esquemas, y enseña la mentira de las verdades y la realidad, cuya falsía suele pasarnos desapercibida.
Contra la educación que predica los valores bursátiles, la sumisión a la dictadura de los mercados y la venta al mejor postor de nuestra fuerza de trabajo;
contra la pedagogía moderna, que desprecia la inteligencia y fomenta la visceral incontinencia del esfínter anal, consagrándola como libertad de expresión;
contra la venta de la mano de obra y conversión de nuestra vida en trabajo asalariado, reloj cronometrado y misérrimo jornal: no hay dinero que lo valga.
Magisterio se contrapone etimológicamente a ministerio, “lo menos importante”; la condición propia de los que mandan, que son los más mandados: la servidumbre.
Pero la docencia no consiste en transmitir conocimientos, sino en despertar la inteligencia, para lo que es contraproducente la acumulación de los saberes.
En efecto, conocer, en el sentido de atesorar conocimientos eruditos a través de la memorización, no sólo es poco inteligente sino un obstáculo para el aprendizaje.
Pues solo se aprende de los propios desengaños; saber, no sabemos nada, pero tenemos muchas, demasiadas certezas que entorpecen el descubrimiento de la verdad.
Aprender es liberarse, tanto el maestro como el discípulo de su condición previa, y de la fe y las creencias que albergan, que hacen imposible el arte de vivir.
Aprender es desaprender, desprenderse de certidumbres e ideas que ciegan razón y corazón. Aprender es liberarse uno. Enseñar es ayudar a liberarse a los demás.
Las aulas son jaulas donde los niños, pájaros prisioneros dentro, aprenden a hacer lo que la propia institución académica que los recluye no les permite: volar.
Aprender, amarrados al palo de una estaca como estamos y pudiendo movernos solamente según la longitud de la soga, es romper el cordel invisible que nos ata.
La buena conducta y buena educación no se basan en la vieja moral retributiva de premio y castigo, sino en el paulatino desprendimiento del ego de uno mismo.
Se elogia aquí la docencia porque despierta la inteligencia y abre la mente, embotada de ordinario por prejuicios y condicionada por el lastre del pasado.
Si se elogia tanto la docencia es porque rompe moldes y esquemas, y enseña la mentira de las verdades y la realidad, cuya falsía suele pasarnos desapercibida.
Contra la educación que predica los valores bursátiles, la sumisión a la dictadura de los mercados y la venta al mejor postor de nuestra fuerza de trabajo;
contra la pedagogía moderna, que desprecia la inteligencia y fomenta la visceral incontinencia del esfínter anal, consagrándola como libertad de expresión;
contra la venta de la mano de obra y conversión de nuestra vida en trabajo asalariado, reloj cronometrado y misérrimo jornal: no hay dinero que lo valga.
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