sábado, 29 de mayo de 2010

¿Para qué sirve el griego? (y II)






Decíamos ayer que era indiscutible la utilidad del aprendizaje del griego para aumentar nuestro caudal de vocabulario, lo que ya de por sí nos parece razón suficiente para su estudio. Ahora vamos a centrarnos en la importancia de la lengua homérica en relación con las humanidades, la formación de la personalidad o "amueblamiento de la cabeza", las llamadas ciencias sociales, y con el conocimiento del funcionamiento de la propia lengua y del pensamiento lógico.

La lengua griega es lo suficientemente extraña, lejana y ajena, y a la vez y paradójicamente familiar y cercana como para justificar su inclusión en cualquier plan de estudios. El estudio de la gramática y de la sintaxis griega nos permite profundizar en el funcionamiento de la maquinaria del lenguaje que todos usamos diariamente sin ser conscientes de ella cuando hablamos nuestra lengua. El estudio de cualquier lengua es enriquecedor, porque cada idioma es mucho más que un idioma, es una cosmovisión de la realidad. Cuantas más lenguas conozcamos, más rica será la visión que tengamos de la realidad y de su relatividad.

Hay quien, reconociendo este argumento, defiende sin embargo el estudio de las lenguas modernas frente a las antiguas por su utilidad inmediata y práctica. No tenemos nada que objetar, sólo añadir que el estudio del griego facilitará el aprendizaje de muchas lenguas modernas, sobre todo de las flexivas, es decir, de las que tienen esa "cosa tan rara" que tienen el latín y el griego que son las declinaciones, lenguas como el alemán, o el ruso o el propio griego moderno. A lo mejor hay quien se sorprende de esto, pero resulta que el español oficial contemporáneo también tiene alguna que otra declinación, aunque parezca mentira, y no nos supone ningún problema; es el caso de los pronombres personales: yo, me, mí, conmigo; tu, te, ti, contigo; se, sí, consigo. También se sorprendía aquel personaje de Molière, que no sabía qué era la prosa y resultaba que llevaba toda su vida hablando en ella.

Y además, el estudio del griego no impide que aprendamos otras lenguas, sino por el contrario, facilita su aprendizaje. De hecho los estudiantes de griego no van a dejar de estudiar inglés o francés en nuestros institutos por aprender un poco de griego durante un par de años.


Pero no olvidemos que el griego no es una lengua muerta, como pretenden algunos, que se apresuran a enterrarla en el tanatorio de las tablillas micénicas, sino que se sigue hablando en nuestros días en la Unión Europea. Una lengua minoritaria, pero que también existe: una lengua viva que se sigue hablando en Grecia y en Chipre, que conserva su alfabeto, del que procede nuestro abecedario latino, por cierto, y que conserva la mayoría de los vocablos que estudiamos en griego clásico, pues, aunque evolucionada y con algunas influencias turcas, no deja de ser la misma lengua de Homero.

Así por ejemplo cuando nuestros estudiantes de griego aprenden a decir “calimera”, están diciendo “buenos días” con la palabra que emplean los griegos en la actualidad todos los días para saludarse, y a la vez estamos recordando un adjetivo “cali” que tenemos nosotros en “caligrafía”, que significa “bello, bonito”, y un sustantivo “mera” que quiere decir “día”, y que conservamos nosotros en el adjetivo “efímero”, con el que solemos calificar a veces la duración de la vida humana, que quiere decir que dura, literalmente, un solo día.

Un filólogo o amante del lenguaje no puede ignorar la lengua griega, cuya presencia es abrumadora en las lenguas europeas actuales. Las mismas palabras castellanas que citábamos el otro día a propósito de las ciencias y de la tecnología se conservan en inglés: biology, anthropology, democracy, pero también en francés biologie, anthropologie, démocratie, o en alemán, por poner sólo algunos ejemplos.

Pero un filósofo o amante de la sabiduría y de la verdad, amor este bastante platónico, por cierto, no debería ignorar tampoco la lengua de Platón y Aristóteles, de los que no deberían hablar si no son capaces de leerlos en su versión original, en griego clásico. Bien es verdad que disponemos de traducciones, de muchas traducciones y algunas muy buenas, pero, como dice el adagio italiano: traduttore, tradittore: no hay traducción que no sea una traición. Las obras literarias y filosóficas importantes hay que leerlas en su versión original. De lo contrario, corremos el riesgo de no enterarnos de lo que quieren decir, de que se manipule su mensaje, por lo que acabaremos malinterpretándolas. Los estudiantes de griego se acercan, a través de los textos de Platón, a la figura crucial de Sócrates, que divide a los filósofos en un “antes” y un “después”, y aprenden a conocer al filósofo que fue declarado por el oráculo de Delfos el hombre más sabio del mundo, y que descubrió que si merecía ese título era porque sólo sabía que no sabía nada, es decir, porque reconocía su ignorancia.



Pero los estudiantes de griego se acercan también a los grandes mitos clásicos a través de la lectura en español de fragmentos de La Odisea y la Ilíada de Homero, que también traducen a veces saboreándolos en su versión original, y se acercan a las figuras míticas de Ulises u Odiseo, y también a Aquiles y la guerra de Troya. Y no podemos olvidar tampoco la gran invención griega que es el teatro, palabra también griega que ha pasado a las lenguas modernas, y que significa “espectáculo”, con sus subgéneros de la tragedia, la comedia y el drama satírico. Y es que los estudiantes de griego se acercan también a los grandes mitos trágicos clásicos: Edipo, Antígona, Medea o al propio Prometeo, como hemos visto esta primavera en el Palacio de Festivales de Santander. Este conocimiento de la mitología nos llega, además de las palabras, también a través del rico legado de las imágenes que los griegos plasmaron en su escultura o en su cerámica y demás artes figurativas, y se enriquece con todas las aportaciones artísticas del renacimiento y la modernidad.

Y no hay que despreciar tampoco la literatura moderna escrita en griego, las obras de poetas modernos como Costantino Cavafis, el premio Nobel Odiseas Elitis, el también premio Nobel Yorgos Seferis o el novelista Nicos Cachanchaquis, cuyas obras han sido llevadas varias veces a la gran pantalla con notable éxito (La última tentación de Cristo, o Zorba el griego), por citar solo algunos nombres de una riquísima y larga tradición.

En el terreno de la política, los griegos fueron los primeros que juntaron una palabra como “demo” que significa “pueblo” y otra como “cracia” que quiere decir gobierno que se le impone al pueblo, para significar que el pueblo soberano no admitía que se ejerciera ningún gobierno sobre él. Las democracias representativas modernas no son sino una caricatura un tanto degenerada de la democracia directa griega, que, aunque excluía a las mujeres y a los esclavos, no toleraba la delegación de la soberanía en representantes de una voluntad popular que no quería ser regida por demagogos.

No hace falta decir que historia y geografía son palabras griegas. Igual que psicología, pisquiatría y psicoanálisis. No hace falta decirlo para reconocer que a los griegos no sólo les debemos la existencia de esas palabras, sino todo lo que hay detrás, que no es poco, sino mucho.



Como prueba de que el griego no sólo sigue bien vivo, sino que además goza de muy buena salud, aquí está la voz inconfundible de Elefthería Arvanitaki cantando "Dinatá, Dinatá" en el verano de 1995: "Posible, posible".






domingo, 23 de mayo de 2010

¿Para qué sirve el griego? (I)



Ahora que algunas familias y alumnos que están a punto de acabar 4º de ESO se plantean qué van a estudiar el próximo curso, si van a seguir en el Instituto y si se matriculan en 1º de Bachillerato, no está de más que tratemos aquí, por si sirve de algo, de la utilidad de la asignatura de Griego, que pueden cursar todos los estudiantes que opten por el Bachillerato de Ciencias Sociales y Humanidades.

Lo primero que hay que decir es que todos los europeos hablamos griego sin ser conscientes de ello. Nosotros, los españoles, también, no somos una excepción. El estudio del griego servirá, lo primero de todo, para que descubramos la infinita cantidad de helenismos que utilizamos cada dos por tres en nuestra propia lengua, y en la inglesa, francesa o alemana, sobre todo cuando recurrimos a los registros más cultos -científicos, ideológicos, tecnológicos- de estas.

El griego es el idioma de las ciencias y de la tecnología. En griego están escritos los manuales de medicina (oncología, pediatría, psiquiatría, hepatitis y un larguísimo etcétera son palabras griegas). La biología, la zoología y la geología tienen nombre griego (bio- significa “vida” , zoo- es “animal” y geo- es “tierra”). También son palabras griegas las matemáticas (hipotenusa, isósceles, aritmética), y la física y la química (kilómetro, hectómetro, y átomo) y la tecnología, sin olvidar disciplinas más modernas como la economía o la ecología. El estudio del griego, sirve, en primera instancia, para descubrir, como decía un veterano helenista español, Rodríguez Adrados, que hablamos “criptogriego”, es decir, un griego que, a poco que nos descuidemos, nos pasa desapercibido.

Tomemos como ejemplo una palabra como micro-economía. Puede que haya gente que la utilice y la emplee bien sin haber estudiado nunca griego, pero cualquier estudiante de la lengua de Homero sabe que detrás de ella hay tres palabras comunes y corrientes: el adjetivo “micro” que significa pequeño (saber esto le servirá para explicarse otros términos que contengan este adjetivo como microbio, microscopio o micrófono), el sustantivo “eco” que quiere decir “casa” (conocimiento que nos será útil para entender quiénes eran los metecos o qué es la moderna ecología), y otro sustantivo que es “nomía” que significa “administración” (lo que nos valdrá para que entendamos también qué es la autonomía, entrando ya en el dominio de la política, que es el arte de (mal)gobernar la polis o el estado, porque los políticos y no sólo los economistas -si es que no son ya lo mismo los unos que los otros- nos hablan en griego para que no entendamos lo que dicen. El estudio del griego clásico nos sirve para comprender mejor el inmenso caudal de vocabulario científico y tecnológico que alberga nuestra lengua.

Hace poco me encontré con una antigua compañera mía de Bachillerato, a la que no veía desde hacía treinta años, lo que se dice muy pronto, y, hablando de lo que había sido de nuestras vidas, me confesó que después de hacer el antiguo bachillerato de letras -su equivalente sería hoy día el Bachillerato de Humanidades- había estudiado Enfermería, y que era enfermera titulada y que llevaba trabajando como tal toda su vida. Me reconoció espontáneamente que el griego había sido la asignatura, parecía mentira, que le había resultado más útil para sus estudios posteriores de Enfermería. Y no es extraño por lo que decíamos más arriba: los médicos nos hablan en griego. Haber estudiado algo de griego sirve para entendernos un poco mejor.

Negar esta evidencia de la utilidad inmediata y pragmática del estudio del griego sólo puede hacerse desde una ignorancia bastante cerril y obtusa, rayana en lo ridículo, que sería bastante impropia de una persona medianamente culta y que hubiera pasado por la universidad (aunque puede haber quienes han pasado por la universidad e incluso se hayan sacado un título sin que la universidad haya pasado por ellos).

Como es probable que haya personas que, desde la ingorancia, se atrevan a rebuznar que "¿para qué vas a estudiar eso, si no sirve para nada?", a lo mejor conviene recordarles aquí la figura de Marco Porcio Catón, conocido como Catón el Viejo, un romano conservador de viejo cuño, que estuvo durante toda su vida negándose a la perniciosa, según él, influencia de la cultura griega en la vida romana, y que acabó a la edad de ochenta años aprendiendo griego, empezando por el alfabeto, desde la alfa y la beta, que son las dos primeras letras, cuyo conocimiento define y delimita a los alfabetizados frente a los analfabetos, hasta la omega, que es la última. Y es que nunca es tarde para aprender.


domingo, 9 de mayo de 2010

Red nacional de carreteras


Muchos son los países de Europa en los que el paso de la civilización romana ha dejado una huella imborrable. En el caso de España el sello de los que dominaron estas tierras hace dos mil años, es más que patente y su influencia alcanza aspectos tan diversos de nuestra sociedad como la lengua que hablamos, el arte, las tradiciones o la gastronomía. Ahí tenemos impresionantes construcciones como el acueducto de Segovia o la Muralla de Lugo; edificios como el teatro romano de Mérida o joyas artísticas como los bustos y mosaicos encontrados en Itálica o en la Villa de La Olmeda de Saldaña (Palencia), ejemplos ilustres del paso latino por Hispania.

Hoy nos gustaría detenernos en una de las principales aportaciones del imperio para el avance de la sociedad: nos referimos a las calzadas romanas. La red viaría construída en aquella época permitió comunicar los principales nucleos de población (todos los caminos llevaban a Roma). Hablamos de más de cien mil kilómetros de calzadas formadas por resistentes losas que se extendían por toda Europa, con una anchura de entre cuatro y seis metros y una profundidad de firme entre medio y un metro. Normalmente la superficie de estas calzadas era ligeramente más alta en el centro que en los márgenes, con el objetivo de drenar el agua y poder ser utilizada durante todo el año.

Aunque la razón inicial que impulsó la costrucción de estas arterias era militar, con el paso del tiempo el comercio, la cultura y la religión, también se beneficiaron de estas infraestructuras que dinamizaron la economía ya que el flujo de mercancías se realizaba de una forma mucho más rápida, llegando fácilmente a ciudades y pueblos del interior del continente y no solo a las zonas costeras como era costumbre de comerciantes griegos y fenicios.

En nuestro país, las principales "autopistas" eran cuatro:

Vía Hercúlea/Vía Augusta, que unía Ampurias con Cádiz a través de toda la costa mediterránea, pasando por poblaciones tan destacadas como Barcelona, Tarragona, Sagunto, Cástulo o Córdoba.

Vía del Norte: también partía de la actual Cataluña (Tarraco) dirección oeste, hasta llegar a Astorga y pasando por ciudades como Zaragoza, Numancia o León.

Vía de la Plata (que los romanos no llamaron así, sino Via Lata, o sea, ancha, de donde viene "latitud"): unía Itálica (muy cerca de la actual Sevilla) con Astorga, dejando a su paso poblaciones como Mérida, Alcántara o Salamanca.

Vía del Atlántico: Unía Itálica con Lugo a través de toda la costa atlántica.

La mayoría de estas vías pasarían con el tiempo a convertirse en caminos reales primero y más adelante, con la llegada del automóvil en las carreteras nacionales y autopistas más importantes por las que podemos viajar en la actualidad.

En nuestra comunidad de Cantabria -aunque no figura en el mapa de las calzadas más importantes de arriba- también hubo una red considerable de vías romanas. Algunos restos son todavía bien visibles y practicables para un buen paseo, como demuestran estas imágenes de la Cambera de los Moros en San Vicente del Monte.