domingo, 29 de diciembre de 2013

"Otros países, otras costas"




He traducido, y soy por lo tanto responsable de los desaguisados que haya en la traducción, un artículo de Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura en 2006,  dedicado a Cavafis y publicado en inglés en el suplemento literario de The New York Times el 19 de diciembre de 2013, que puede servir como colofón a este año de conmemoración en el que hemos celebrado el sesquincentenario (150 años)  del nacimiento del poeta alejandrino.  
 

Otros países, otras costas
(Orhan Pamuk)


Amamos a los poetas por las cosas que sus poemas nos hacen imaginar; pero igualmente, los amamos por cómo imaginamos que son sus vidas. Confundir las vidas de los poetas con su obra es una ilusión tan vieja como la costumbre de confundir las palabras con las cosas. Pero de hecho es  por obra de esa ilusión por lo que sentimos una imperiosa necesidad de poesía, de novelas, de literatura.  Hay algunos poetas cuya obra leemos teniendo en mente sus vidas, y lo que sabemos  de esas vidas confirma que su poesía nos deja una impresión más duradera. C.P. Cavafis es, para mí, uno de esos poetas. Como Edgar Allan Poe, como Franz Kafka, Cavafis no hace una referencia explícita a sí mismo en su obra mejor y más conmovedora; y aun así, a cada poema suyo que leemos, no podemos evitar pensar en él.

Lo imagino como una anciano que pasea por las calles familiares de una vieja ciudad. Lo imagino como un amante de los libros que vive dentro de una comunidad minoritaria dentro de otra. Lo imagino como un solitario, un provinciano que es consciente de su provincianismo, y que convierte ese conocimiento en una suerte de sabiduría.

Cavafis nació en Alejandría,  Egipto, en 1863, en el seno de una familia griega de prósperos mercaderes de paños y textiles. (La palabra kavaf, ya olvidada incluso por los propios turcos, significa en turco otomano "zapatero remendón"). Los Cavafis eran originarios del barrio del Fener de Estambul, donde vivían las familias griegas adineradas y políticamente influyentes de la ciudad. Más tarde se trasladaron a Samatya, un barrio de pescadores, y finalmente emigraron a Alejandría, donde vivieron como miembros de la minoría cristiana ortodoxa dentro de la mayoría musulmana. Al principio, la marcha de sus negocios en Alejandría resultó  próspera, y vivieron en una gran mansión atendida por niñeras inglesas, cocineros y criados. En la década de 1870, tras la muerte del padre de Cavafis, se trasladaron a Inglaterra, pero finalmente regresaron a Alejandría como consecuencia del colapso de los negocios de la familia. Después de  los levantamientos nacionalistas árabes  de 1882, abandonaron de nuevo Alejandría, rumbo esta vez a Estambul, y fue en esta ciudad donde pasó los tres años siguientes, donde Cavafis escribió sus primeros poemas significativos y sintió los primeras pulsiones del deseo homoerótico. En 1885 la familia, ahora empobrecida, regresó a Alejandría una vez más, a la verdadera ciudad que él quiso dejar atrás.   

El regreso: Es la parte más triste. Es esta la fuente de la pesadumbre que impregna su inolvidable poema “La ciudad”, que yo he leído una y otra vez en turco y en traducción inglesa.   No hay otra ciudad a la que ir: la ciudad que nos conforma es la única que llevamos dentro. La lectura de “La Ciudad” de Cavafis ha cambiado mi punto de vista sobre mi propia Estambul.

Para aquellos que llevan una vida provinciana, la vida y la felicidad están siempre por descubrir en otra parte, en otra ciudad, en otro país. Pero para nosotros provincianos, ese otro lugar está constantemente lejos de nuestro alcance. La sabiduría de Cavafis reside en la dignidad y sensibilidad introspectiva con la que se aproxima a esta triste verdad. Y finalmente, con la misma limitación lingüística y simplicidad filológica, concluye revelándonos que hemos desperdiciado nuestras vidas en esa ciudad. Acabamos dándonos cuenta de que todos hemos malgastado nuestras vidas, y el problema reside no en ser provinciano, sino en la verdadera naturaleza de la propia vida. Los grandes poetas pueden contarnos sus propias historias sin decir una sola vez “yo”, y al hacer eso, prestan su voz a toda la humanidad.

Kierekegaard dijo una vez que la persona infeliz vive o en el pasado o en el futuro. Hay muchos ancianos en los poemas de Cavafis; la desconfianza en el futuro es, para él, otro tipo de sabiduría. Por eso él forja para sí mismo un nuevo pasado, basado en libros, historia y mitología griegos. Algunos de sus poemas narrativos que basó en mitos de la antigua Grecia son tan conmovedores y poderosos que su lectura resulta como la de una novela particularmente extraordinaria.

Estuve en Alejandría un año antes de los sucesos ahora conocidos como el brote de la primavera árabe. Fui a visitar la casa de Cavafis, que ha sido convertida en museo. La casa auténtica de su familia fue destruida por los cañones británicos. Se ha utilizado una casa distinta para el museo. Era viernes. Todo el mundo estaba en la mezquita rezando. Las calles estaban vacías. Las únicas personas que había en el museo eran turistas. Las tiendas cerradas, un puñado de viejos pinos, los edificios decadentes, las callejuelas estrechas, las plazoletas, todo me ayudaba a comprender que las versiones del Estambul de mi infancia aún sobrevivían en ciudades de la cuenca del Mediterráneo. Amo la poesía de Cavafis no precisamente como reflejo de su vida ejemplar, sino también por el paisaje que pinta, por sus edificios  que se desmoronan, y porque me identifico inmediatamente con la textura de la vida mediterránea.

De vez en cuando releo algunos poemas de Cavafis, todo lo que cabe cómodamente en un libro de bolsillo. Un viejo amigo publicó una vez una selección en turco, trabajando sobre las traducciones de Edmund Keeley, y tomó el título del poema “Esperando a los bárbaros”. Durante muchos años  después, donde quiera que nos encontráramos, nos saludábamos con la misma broma: “¿Cómo estás?” “Ah, ya sabes –esperando a los bárbaros”. Lo que queríamos decir era que –desde un punto de vista político- estábamos, como de costumbre, esperando días aún más negros por delante. Esos días más negros han llegado realmente, y tras los levantamientos nacionalistas en Egipto, la minoría griega de Alejandría abandonó la ciudad definitivamente. Pero el giro final de este poema brillante, narrativo sugiere un desenlace diferente por completo. Cavafis no deja nunca de sorprender y conmover a sus lectores.  


La Ciudad “ de C.P. Cavafis 
(Traducción  directa del griego de Pedro Bádenas de la Peña)
(Vista de Alejandría, Egipto)


Dijiste:"Iré a otra tierra, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de haber mejor que esta.
Cada esfuerzo mío es una condena dictada;
y mi corazón está -como un muerto- enterrado.
¿Hasta cuándo seguirá mi alma en este marasmo?
Adonde vuelva mis ojos, adonde quiera que mire
veo aquí las ruinas negras de mi vida,
donde pasé tantos años que arruiné y perdí".

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá.
Vagarás por las mismas calles.
Y en los mismos barrios te harás viejo;
y entre las mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otra tierra -no lo esperes-
no tienes barco, no hay camino.
Como arruinaste aquí tu vida,
en este pequeño rincón,
así en toda la tierra la echaste a perder.




Y aquí está el poema en su versión original griega, tal como salió de la pluma del poeta:



Escuchemos "La polis" recitado en su griego original con imágenes de la película "Cavafis" (1996) de Yannis Smaragdis, sobre la vida del poeta,  y música de su banda sonora a cargo de Vangelis.






El gran compositor griego Miquis Teodoraquis puso música al poema La ciudad de Cavafis. Canta Vasilis Yisdaquis acompañado al piano por Todoros Cotepanos.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Gaudete! (¡Alegraos!)





Gaudete es el imperativo del verbo "gaudeo" (el del  himno universitario Gaudeamus igitur), que quiere decir "alegraos, regocijaos, llenaos de gozo". Este verbo se conjuga mal con el Modo Imperativo, porque la alegría tiene que nacer de dentro y ser sincera, porque sobre los sentimientos no manda nadie ni hay voluntad que valga, y por lo tanto nadie puede imponérnosla por decreto, sin que nosotros la sintamos de verdad.

Es lo malo de las fechas navideñas que se avecinan: parece que hay que estar contentos y felices porque sí, porque es lo que está mandado, nadie puede deprimirse en estos días tan señalados del calendario... Y sin embargo, esa obligación misma de la alegría es la que acaba resultando al fin y a la postre bastante triste y deprimente.

Sin embargo, la música puede obrar milagros, como sabemos, y puede entristecernos y alegrarnos despertando en nosotros nuestros más profundos sentimientos, aun los más contradictorios,  hiriéndonos de nostalgia y añoranzas. Y la música que toca ahora son los villancicos, palabra que procede de "uilla" que significaba "casa de campo", y que está relacionada con villorrio y villano. Este último término en principio designaba al habitante de una granja y, por lo tanto, al labriego y campesino, pero, finalmente, por exclusión acabó cargándose de connotación negativa y designando despectivamente al que no era un hidalgo, es decir al hombre del pueblo bajo, capaz de cometer malas acciones o villanías. La palabra villancico, sin embargo, se refería en principio al granjero mismo, aunque finalmente, al abreviarse la expresión "copla de villancico", acabó designando a la copla popular o pueblerina; uso con el que la empleamos todavía.

Gaudete es el título de este villancio, publicado en el siglo XVI, pero cuyo origen puede ser medieval y, desde luego, sacro o culto, como muestran sus alusiones a la puerta del profeta Ezequiel, que debía estar siempre cerrada porque por ella había pasado el Dios de Israel,  por ejemplo, cuyo estribillo reza en español: ¡Alegráos, alegráos! Cristo ha nacido de la Virgen María. ¡Alegráos! Os presento dos versiones de este villancico: la clásica, digamos la de toda la vida, y  otra más moderna, de rabiosa actualidad, como suele decirse, porque acaba de salir al mercado,  cantadas ambas en latín, como Dios manda.


La letra dice así:
Gaudete, gaudete! / Christus est natus / ex Maria virgine. / Gaudete!

Tempus adest gratiæ, / hoc quod optabamus; / carmina laetitiae /devote reddamus
Gaudete…
Deus homo factus est / natura mirante ; / mundus renovatus est / a Christo regnante
Gaudete…
Ezechielis porta / clausa pertransitur ; / unde lux est orta / salus invenitur
Gaudete…
Ergo nostra contio / psallat iam in lustro; / benedicat Domino, / salus Regi nostro
Gaudete…

Escuchemos, en primer lugar, la versión clásica de Libera, un coro infantil londinense, dirigido por Robert Prizeman hace cinco años:


Su traducción es la siguiente:

¡Alegraos, alegraos!  / Cristo ha nacido / de la Virgen María. / ¡Alegraos!

Llega un tiempo de gracia, / el que deseábamos; / cánticos jubilosos / entonemos con devoción.
¡Alegraos!
Dios se ha hecho hombre, / maravillándose la naturaleza; / se ha renovado el mundo / gracias a Cristo que ya reina.
¡Alegraos!
La puerta de Ezequiel / cerrada se atraviesa; / de donde ha venido la luz / se halla la salvación.
¡Alegraos!
Por lo tanto nuestra congregación / cante ya en este tiempo de purificación; / bendiga al Señor, / salud a nuestro Rey.
¡Alegraos!

Y escuchemos ahora la versión que acaba de salir al mercado del dúo Erasure, que hacen un cover del clásico de 1972 de Steeley Span, y disfrutemos del vídeo oficial realizado por Martin Meunier y Tonya Hurley, que tanto nos recuerda el universo de Tim Burton, que han recreado a menudo, y que nos presenta una imagen distinta de la Navidad: unos monjes que portan cirios encendidos nos invitan a alegrarnos en medio de un paisaje tétrico, gótico y romántico de un cementerio nevado. 



 

jueves, 12 de diciembre de 2013

Otra canción que cantaba Anacreonte


De Amaltea  y su cuerno (1) yo
no querría riquezas mil
ni años cientocincuenta  ser
faraón de Tartesos (2).

1.- Amaltea era el nombre de la cabra que crió a Zeus con su leche, o, según otra versión, de la ninfa que crió a Zeus con la leche de una cabra. En cualquier caso, la infancia del dios se desarrolló en una cueva del monte Ida en la isla de Creta, oculto de la ira de su padre,  que devoraba a todos sus hijos recién nacidos porque sabía que uno de ellos estaba llamado a matarlo y sustituirlo.

Se cuenta que un día Zeus niño rompió sin querer  uno de los dos cuernos de la cabra manipulando sus fulminantes rayos con los que jugaba imprudentemente. Como recompensa, le confirió al cuerno roto el poder de otorgar al que lo poseyera todo lo que quisiera: de ahí surgió la leyenda de la cornucopia o cuerno de la abundancia, del que brotaban sin cesar todos los bienes que uno pudiera imaginar y desear en esta vida, y que a menudo se ha representado con copiosidad de frutas y flores. La cornucopia se convirtió enseguida en el símbolo de la diosa Fortuna, dadora de riqueza.

Zeus, como agradecimiento a la cabra que lo había amamantado y criado, subió su cuerno roto junto con la propia cabra a las estrellas, catasterizándola, es decir, convirtiéndola en un astro o, mejor dicho en una constelación, creando así de paso, como el que no quiere la cosa, el primer unicornio, y dando el nombre al signo del zodiaco de Capricornio, palabra compuesta que significa “el cuerno de la cabra”. 

Con la piel de esta cabra, una vez muerta,  se hizo Zeus su égida (del lat. aegis, -ĭdis, y este del gr. αγς, -δος, escudo o coraza de piel de cabra). La piel de la cabra Amaltea, adornada con la cabeza terrorífica de Medusa, constituye el arma defensiva o escudo, la protección de la divinidad. Con este sentido figurado se usa la palabra en castellano. Véase, por ejemplo, esta frase de la prensa escrita: "Allí se estableció Corea del Norte como una República comunista, bajó la égida de la Unión Soviética, mientras que Corea del Sur quedó bajo la órbita de Estados Unidos."

El cuadro de Tiépolo que veis debajo muestra al dios Neptuno ofreciéndole la cornucopia a la serenísima república de Venecia, reclinada sobre la testa del león que la simboliza.


Otra cornucopia es la que sostiene en su mano izquierda el dios-río Tigris, una escultura del siglo II de nuestra era, situada en el Capitolio, una de las siete colinas de Roma, a la que se le han añadido Rómulo, Remo y la loba capitolina, sobre los que reclina su brazo derecho, para identificar al dios con el río Tíber.



2.- Lo de "faraón de Tartesos" es una alusión a Argantonio, rey de la mítica Tarteso (o Tartesos), una floreciente civilización prerromana de la península ibérica en el oeste de Andalucía. Según Heródoto, el padre de la historia, este longevo rey vivió ciento veinte años, de los que reinó ochenta. Era una figura mítica que representaba la longevidad y el poder, a quien Anacreonte no envidia,  porque no aspira ni a lo uno ni a lo otro.


La cancioncilla de Anacreonte que nos ha llegado es un menosprecio de la riqueza y del poder, tanto monta: el poeta no nos dice lo que alaba como contrapartida, sino sólo lo que desprecia:  las riquezas y los poderes, en otras palabras, el premio gordo de la lotería de Navidad, la política y la economía, que son las dos caras de la misma moneda capitalista, la que persiguen afanosamente otros mortales, digamos que la mayoría democrática de nosotros.

Tampoco tiene mucho aprecio por la longevidad, como si quisiera darnos a entender así que la vida no se mide por el tiempo que dura, sino por la intensidad con la que se vive. Es verdad que no nos dice que es lo que querría en esta vida.

¿Qué nos queda entonces si despreciamos el dinero y el poder? No lo sabemos. Es verdad que nosotros, como canta el poeta, no sabemos la mayoría de las veces lo que queremos (podemos llamarlo de muchas maneras: amor, felicidad, salud, vida... sin saber muy bien en qué consiste ni precisar mucho su significado), pero sí sabemos como decían los estudiantes indignados de mayo del 68 en París, lo que no queremos. 

jueves, 5 de diciembre de 2013

Una canción de Anacreonte


La poesía lírica, como indica su nombre, nació para ser cantada con el acompañamiento musical de la lira, cuyo descubrimiento según la leyenda le debemos a Hermes/Mercurio, quien con el caparazón de una tortuga y unas cuerdas fabricadas con los intestinos de unos bueyes que había sacrificado construyó la primera lira, un instrumento que a diferencia de los de viento le permite al músico cantar a la vez que interpreta la melodía.

El prototipo mitológico, sin embargo, del músico/poeta, aparte de Apolo, claro está, no será Hermes/Mercurio, sino Orfeo, que conseguirá con su música no sólo amansar a las fieras del bosque y hechizar a toda la naturaleza, incluso a los seres inertes, sino también hacer revivir a los muertos, pues con su melódica lira aplacará a Hades/Plutón en su descenso a los infiernos en pos de su amada Eurídice. Esta leyenda nos habla del inmenso poder de la música entendida como conjunción de voz que canta y melodía que acompaña a esa voz, capaz de resucitar a los muertos. 

Pero ¿qué es lo que cantan los poetas? Ya lo dijo Machado: "Y te enviaré mi canción: / Se canta lo que se pierde,  / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón". El poeta canta siempre lo que ha perdido, es decir, el amor, la vida, el tiempo, todo aquello en suma que no volverá, y que, al cantarlo, de alguna manera recupera y nos lo regala.

Tomemos, por ejemplo, esta cancioncilla de Anacreonte, compuesta por una sola estrofa de cuatro versos (tres gliconios, que son octosílabos agudos, es decir, eneasílabos según el cómputo castellano,  y un ferecracio, que es un verso de siete sílabas contadas, estrofa que parece que huye a propósito del molde octosilábico de la lírica castellana).

La letra de la canción entra dentro de lo que se ha dado en llamar la musa pederástica, un tema frecuente en la lírica griega que hoy repugna a la moral y a la mentalidad modernas pero que en la antigüedad constituía un tópico literario: es un poema dedicado a un jovencito, un niño o efebo -que está en la hebe o flor de la edad, literalmente-, del que el poeta está enamorado, pero que no le corresponde porque ni siquiera es consciente del amor que despierta en un adulto de su mismo sexo.


Anacreonte nació en Teos y vivió en entre los siglos VI y V antes de Cristo. Polícrates, el tirano de Samos, lo llamó a su corte, y se convirtió allí en un poeta áulico que celebraba el vino, las heteras y los bellos muchachos, dando alegría a los banquetes con canciones un tanto frívolas de vino y amor.

 Anacreonte, Eugène Guillaume (1885), Museo de Orsay (París)

Séneca, el filósofo de origen cordobés, nos ha transmitido dos adjetivos referidos a Anacreonte, que han configurado su leyenda: libidinosus y ebriosus, es decir, amigo de los placeres de la carne y de la bebida. Cierto es que, a juzgar por los pocos versos que nos han quedado de él, Anacreonte celebra a Dioniso, el dios del vino, pero el suyo es un vino amable, rebajado con agua y bebido con compostura y moderación, no como los bárbaros que lo trasegaban sin mezcla y sin mesura. También es el poeta de Eros, es decir, del Amor, un amor no menos amable,  que unas veces se dirige a efebos generalmente afeminados o andróginos  y otras a mujeres, como el célebre poema dedicado a una muchacha tracia a la que denomina "potrilla" y a la que le dice, no sin cierta petulancia, como comenta el maestro Adrados, que "él, aunque viejo, sabrá domarla y cabalgarla, con alusión sexual bien clara".

Platón pone en boca de Sócrates en el Cármides: "Pues a mí más o menos los que están en la flor de la edad se me antojan hermosos todos". No sabemos en el caso de Sócrates si se refiere a una hermosura física o, no menos probable, a una belleza espiritual motivada porque al ser jóvenes todavía no han entrado por el aro de la sociedad adulta, o, lo más probable en su caso, a ambas cosas a la vez.

Este tema de la musa pederástica, frecuente en la lírica griega antigua, ha sido abordado rara pero alguna vez por la literatura posterior.  La atracción de tipo homosexual que siente un hombre maduro y entrado en años por un efebo, sobre todo cuando resulta un tanto ambiguo o hermafrodita, ha sido tratada -se me ocurre ahora a bote pronto- en la novela de Thomas Mann  Muerte en Venecia, que fue llevada a la gran pantalla magistralmente por el director de cine italiano Lucchino Visconti.

 Fotograma de la película Muerte en Venecia de Visconti

La traducción en prosa de Rodríguez Adrados del original griego de la canción de Anacreonte dice lo siguiente: Oh muchacho que miras igual que una doncella, te estoy buscando y tú no me haces caso porque no sabes que eres el auriga de mi alma. 


El poema comienza con una apelación "o pai"; "pai" es, en efecto, el vocativo de la raíz "paid", que ha perdido la consonante dental en posición final de palabra y que significa "niño", y que hemos heredado en castellano vía latín "paed" -el diptongo griego "ai" evoluciona a "ae" cuando pasa al latín, y del latín al castellano a "e"- en la forma ped- que encontramos en el nombre del médico de los niños (ped-iatra),  en el nombre del que siente atracción sexual por los niños (ped-erasta, ped-ó-filo), en el nombre de la propia educación, que los griegos denominaban "paideia", y que nosotros conservamos en la palabra que significa educación en círculo o global (en-ciclo-pedia), y en la corrección de las malformaciones del cuerpo humano (orto-pedia),  en  la enseñanza que nos prepara para una disciplina (pro-pedéutica), en el nombre del guía o conductor de los niños, que en su origen era un esclavo encargado de llevarlos literalmente al colegio (ped-agogo), de donde ha salido también el préstamo italiano "pedante", nombre en principio del soldado de a pie, y después del acompañante del niño al colegio. Resulta curioso, a propósito de esta última palabra pedagogo, si la comparamos con demagogo, cómo el nombre del guía o conductor del pueblo, "demo" en griego, que es dem-agogo se ha cargado de connotación negativa, frente a la carga positiva que tiene entre nosotros el pedagogo (a pesar del dicho de Mairena de que sólo hubo un pedagogo en el mundo y se llamaba Herodes).

El adjetivo "parthenion", que significa "virginal, relativo a una virgen", nos lleva enseguida al nombre del templo de la Virgen Atenea en la acrópolis de Atenas, el Partenón, y a la partenogénesis (modo de reproducción de algunos animales y plantas, que consiste en la formación de un nuevo ser por división reiterada de células sexuales femeninas que no se han unido previamente con gametos masculinos, según el libro gordo de la Real Academia Española de la Lengua).

En el verso segundo tenemos la aparición del pronombre de segunda persona (se, en acusativo y sy, en nominativo, que corresponden a nuestro resto de declinación latina te/tú) y la negación griega "ou", que se pronuncia "u", y que la tenemos en la palabra u-topía, que es el nombre de lo que no tiene lugar, pero que no por ello es imposible, como creen algunos, sino precisamente por eso mismo muy posible, 

En el verso tercero aparece el participio "eidós", que significa "sabiendo" y que nos lleva a una raíz muy fructífera en castellano y demás lenguas modernas "idea", que es el aspecto o apariencia, la visión y de ahí el conocimiento que tenemos  de las cosas.

Finalmente en el último verso tenemos la palabra "psyché", que conservamos en castellano bajo la forma "psico-" y "psíquico": de ahí los psicólogos, o expertos en la mente y alma humanos, y los psiquiatras, que son los médicos, y todos los derivados, tales como: psicotecnia, psicopatía, psicología, psicoanálisis, psicosomático, neuropsiquiatría, y psicopedagogía, por ejemplo.   


Doy aquí, además,  varias versiones rítmicas diferentes del mismo poema que tratan de reproducir en castellano, no sé si con buena o mala fortuna, la gracia de la música del original griego, como si se tratara de ocho variaciones sobre un mismo tema musical.



Niño de angelical visión,
te persigo y ni cuenta das,
sin ver tú de mi corazón
que manejas las riendas.

Doncel de ojos de virgen, voy
tras ti y no haces ni caso tú,
que no ves que de mi alma vas
gobernando las bridas.

Oh muchacho de ambigua faz,
te amo y sordo a mis ruegos vas
sin pensar que de mi pasión
tú conduces el carro.

Mozo tú de adamado ver,
te amo pero insensible tú
no comprendes que el rumbo vas
de mis pasos marcando.

Chico de virginal mirar,
yo te busco mas no lo ves,
porque ignoras que el timonel
eres tú de mi vida.

Niño dulce que miras, ay,
yo te sigo y me ignoras tú,
no sabiendo que de mi ser
llevas el gobernalle.

Zagal de ojos de niña, estoy
yo por ti, y ni te enteras tú,
que no sabes que de mi amor
eres único auriga.

Chaval de remirar gentil,
te amo y no me respondes tú
ignorando que sobre mí
eres tú el que cabalga.

Y esta es la versión en hendecasílabos blancos o sin rima que hace el poeta Víctor Botas en su poemario "Segunda mano" (1982), donde omite el vocativo "niño" o "muchacho" y, consiguientemente, la alusión homosexual explícita en Anacreonte:
 
Tú no sabes que llevas en las manos
las riendas de mi alma. De otro modo
nunca más volverías a mirarme
con esos ojos llenos de inocencia.

Y aquí tenéis un vídeo donde se canta este poema con una melodía muy similar y en todo caso aproximada a la que pudo haber tenido en su origen, con lo que tratamos de acercarnos por la vía del oído a la sonoridad de la lírica griega.