domingo, 27 de octubre de 2019

Que no somos libres.

Recuerdo que, cuando os leía en voz alta aquella conmovedora carta de Séneca en la que felicitaba a su amigo Lucilio por el trato familiar y humanitario que daba a sus esclavos, trato que podríamos llamar cristiano avant la lettre, que trata de humanizar la esclavitud sin llegar a cuestionarla ni mucho menos a intentar abolirla, pude notar, al levantar de cuando en cuando la vista del papel y dirigir mi mirada a vuestro remanso unánime de ojos, la emoción que os embargaba, como si estuvierais asistiendo a una revelación trascendente en la que yo oficiaba como maestro de ceremonia. 

Mercado de esclavos, Gustave Boulanger (c.1882)
Antes de la lectura os había hablado un poco por encima de la esclavitud en la antigüedad: que en Roma había esclavos, hasta las familias menos pudientes poseían por lo general algún que otro esclavo comprados en pública subasta. Varrón había definido al esclavo como "instrumentum uocale": herramienta o cosa que habla porque tiene voz...  Que eran por lo general prisioneros de guerra: cartagineses que una vez lucharon a brazo partido al lado de su caudillo Aníbal después de haber atravesado los nevados Alpes y creído que serían los amos del mundo; cultos y refinados griegos, desarraigados de Éfeso, Atenas o Corinto, que se encargaban de enseñar a leer y a escribir a la prole del dueño la lengua de Homero; rubios germanos o remotos británicos de ojos azules y tez blanquecina desterrados de su isla; morenos egipcios cuyos antepasados habían levantado una vez las altivas pirámides que aún perduran; rudos hispanos y cántabros que habían peleado hasta desfallecer y caer exhaustos;  lusitanos que habían traicionado a Viriato, o bárbaros galos que aunque se consideraban como Dumnórige hombres libres y de un pueblo libre habían tenido la desgracia de caer bajo el dominio y las fauces de la loba capitolina, y que aún seguían añorando desde lo más hondo de su corazón la libertad perdida y su barbarie. 

Pero no todos sabían qué era la libertad, pues muchos eran esclavos vernáculos, hijos y nietos de aquellos que un día fueron libres y habían nacido en la jaula, entre las cuatro paredes de una casa romana, y por lo tanto ignoraban el vuelo.



Comenté que esa lacra de la humanidad que era la esclavitud no había desaparecido todavía de la faz de la tierra ni había sido completamente erradicada aún. No estaban muy lejos de nosotros las ricas plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos de América, en Carolina, por ejemplo, trabajadas de sol a sol por esclavos negros desterrados de su África natal para siempre. Todavía podíamos oír sus tristes canciones, sus hondos lamentos que alguien llamó con justicia "espirituales", esas quejas de unos seres humanos como nosotros.

Prestaba yo mi voz a las frases cortas e incisivas de Séneca: Que son esclavos, dice la gente. Son seres humanos, digo yo. Que son esclavos, dice la gente. Son camaradas, digo yo. Que son esclavos, dice la gente. Son humildes amigos, digo yo. Que son esclavos, dice la gente. Yo digo que son compañeros de esclavitud.

Recuerdo cómo al hacer una pausa y levantar la vista vi vuestros rostros emocionados. Os había llegado al alma, como suele decirse, la flecha dialéctica del sabio cordobés. He reflexionado un poco sobre ello. Debéis disculparme si no acierto a explicarme y a comprender vuestro asombro en las líneas que siguen a continuación.

Que es que vosotros habías entendido que en Roma había esclavos y libres. Pero cuando Séneca afirmaba que unos y otros éramos compañeros de esclavitud, dando voz a la razón común, lo que estaba diciendo es que nosotros, supuestamente libres, no éramos libres tampoco frente a lo que decía y creía la mayoría de la gente, aunque podríamos sentirnos tales y engañarnos por contraposición a los que están ahora mismo por ejemplo prisioneros en las cárceles condenados a presidio.



Os pregunté entonces cómo era posible que se dijera de un hombre libre que era esclavo. Quería que os hiriera la flecha de la dialéctica, y os hirió. Alguien levantó la mano y dijo: 
-Que un hombre siempre es esclavo de sí mismo. 
-Y eso ¿qué nos lleva a decir? -Pregunté yo. 
-Que no somos libres, aunque la gente crea que sí. 

Concluimos, pues, que no hay libertad y que mientras uno obedezca a su propia voluntad tampoco es libre, por lo que sigue vigente aquí y ahora y aún no se ha abolido la esclavitud, esa lacra de la humanidad, condenada y execrada en la declaración universal de los derechos humanos, y esta ilibertad o falta de libertad nuestra no deja de ser tan real y cruel como la otra, la de los romanos. Y lo peor de todo: corre el peligro de pasarnos desapercibida y de que no nos demos cuenta de la existencia de nuestras propias cadenas.

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