martes, 6 de agosto de 2019

Del valor y el precio.

Decíamos en una antigua lección de economía en el otro blog, a propósito de la frase de don Antonio Machado: Todo necio confunde valor y precio lo siguiente: “Las artes, como todas las cosas en este mundo, no se libran del proceso comercial que las convierte en mercancías y en propiedades privadas, por lo que sus obras tienen un precio, y a menudo muy alto, tan alto que muchas veces resulta incalculable, hasta el punto de que suele estar en razón inversamente proporcional al del valor y utilidad que tienen para la gente, por lo que cuanto menos valen para el común de los mortales, más caras se pagan, y viceversa”. 


Diógenes de Sinope, apodado el Perro, era consciente ya de que todas las cosas (incluidas las personas en su mayoría) tenían un precio en el mercado,  y de que el amor al dinero era la patria de todos los males, la metrópolis, dice literalmente él en griego: el fundamento, la fuente, la madre que los parió a todos ellos,  τὴν φιλαργυρίαν εἶπε μητρόπολιν πάντων τῶν κακῶν.
 


Y era también consciente de la arbitrariedad de todos los precios que hacía que cosas de gran valor se vendieran muy baratas y que las más valiosas no tuvieran precio alguno, y, al revés, que las que no valían absolutamente para nada, como la mayoría de las llamadas obras de arte, costaran carísimas en el mercado, como señalábamos arriba; cuanto más inútiles e inservibles de hecho fueran,  más caras e inasequibles resultaban. Y ponía a título de ejemplo él una pieza escultórica, una estatua humana, verbigracia. Afirmaba que podía llegar a alcanzar en su época la astronómica cifra de tres mil dracmas en la subasta del mercado. Se ha estimado, según leo en la Güiquipedia, que una dracma del siglo V antes de Cristo, es decir, de la época de Periclés podía equivaler a 36 dólares norteamericanos del año 2006, por lo que las tres mil dracmas del precio que atribuye Diógenes a la efigie equivaldrían, grosso modo,  a 108.000 dólares de ese año, que no es poco.

Otro ejemplo de esto puede constituir el perro de Alcibíades, por el que su dueño llegó a pagar la elevadísima cantidad de setenta minas, o sea un talento, que eran 60 minas,  y diez dracmas más, lo que, teniendo en cuenta que una mina eran cien dracmas, vendría a ser siete mil dracmas lo que costó el chucho que Alcibíades, sobrado de talentos, nunca mejor dicho, paseaba orgulloso por Atenas, y que le sirvió para distraer la atención de sus conciudadanos y hacer que no repararan en su persona y sí en su perro.  



Frente a estos precios elevadísimos de una obra de arte y de una mascota con pedigrí, como contrapartida, el precio de un cuartillo de harina de cebada, del que podía depender solucionar el problema del hambre de una persona, resultaba muy barato en el mercado. No se habían tenido muy en cuenta los costes de producción: el trabajo que había detrás de preparar y arar la tierra de cultivo, sembrar y cosechar el cereal, y lo importante del producto para la elaboración del pan, que contiene mayor cantidad de proteína que el elaborado con harina de trigo,  y la alimentación del organismo, dado su beneficioso valor nutritivo.

Diógenes no quería decir, obviamente, que hubiera que encarecer un producto fundamental como era la harina y subir su precio, pues no era partidario él de ninguna economía de mercado, sino que quería denunciar que no era lógico que un capricho escultórico fuera tan caro y un artículo de primera necesidad, como suele decirse, tan barato; se trata simplemente de constatar la falta de correlación entre el valor de las cosas y el precio con el que se las tasa y se les asigna, y la arbitrariedad por lo tanto de todas las tasaciones y precios comerciales sujetos como están a los numerosos vaivenes y caprichos de las leyes de la oferta y la demanda del mercado.

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