miércoles, 23 de octubre de 2019

El canto del cisne

Imaginemos al viejo abogado, ya jubilado, paseando a la hora imprecisa del crepúsculo, más propicia acaso que otras horas del día para la reflexión, por los jardines de su finca de Túsculo, no lejos de Roma. Absorto en sus cavilaciones, meditabundo y grave, conversa animadamente con alguien.

Habla, alejado de las intrigas cotidianas de la actualidad y la vida pública, a la que consagró sus mejores años, de la muerte, preguntándole a su interlocutor y por ende también a sí mismo si la muerte es un bien o, por el contrario, una desgracia. 

Corrían los tiempos, difíciles como lo son todos, de la dictadura de Julio César, malos tiempos para un hombre como Cicerón que había optado, en la hora decisiva de la guerra civil,  conservador y republicano de viejo cuño que era, por el bando del derrotado Pompeyo, y por aquella causa perdida que no agradó a los dioses, que no permitieron que triunfase, pero sí a hombres del temple de Catón, que se suicidó muriendo por la libertad republicana. 

 
 El joven Cicerón, Vincenzo Foppa (1464)
-A mí me parece que la muerte no puede ser mala, sino todo lo contrario: un bien. –Ha sentenciado el viejo abogado que, a punto de cruzar el umbral que separa la vida de la muerte, teme a la Parca que lo espera, y no sólo a la que llamamos muerte natural, sino a un posible asesinato. Su interlocutor no es ningún aprendiz de leguleyo que admira incondicionalmente a su maestro, como buen discípulo que se ha acercado a saludarlo y a conversar con él, como podría parecer a primera vista. No. Hemos de pensar que el discípulo de Marco Tulio Cicerón es el propio Marco Tulio Cicerón,  mucho más joven, que de pronto le replica conversando consigo mismo: 

-No. A mí, por cierto, me parece que la muerte es mala. -Ambos se han detenido un momento ante el murmullo de una fuente. Cicerón, cabizbajo, guarda silencio. El ilustre abogado sonríe porque recuerda una bellísima historia que alguna vez leyó.

Oigamos su voz bien timbrada y sus modulaciones. No en vano es la voz de uno de los mejores abogados que en el mundo han sido:

 -Comoquiera que Trofonio y Agamedes habían edificado el templo consagrado al dios Apolo en Delfos, le pidieron a este con suma reverencia que les concediese como recompensa no una cosa concreta, sino lo que él, en su inmensa sabiduría y providencia, considerase que era lo mejor para el ser humano. No le pidieron riquezas, ni placeres, ni poder, ni ninguna otra cosa mundana, sino que dejaron prudentemente a su consideración el don que el dios se dignara a otorgarles por su obra arquitectónica, un templo que no podía sino despertar la admiración y el elogio de todos los que lo habían visto terminado. Apolo les manifestó a través de un sueño que les otorgaría su premio al cabo de dos días. Cuando cantó el gallo al tercer día, ambos arquitectos fueron hallados muertos. Sus rostros, por cierto, revelaban a las claras que su muerte no había sido un castigo divino por su soberbia, como podrían creer algunos en sus cortas luces, sino el mayor galardón que podrían recibir en esta vida. Apolo les había otorgado lo que consideraba que no sólo era un bien, y no un mal como algunos creen, sino además lo mejor para el hombre. 

Cicerón conversando en su villa de Túsculo, Charles Lebayle  (segunda mitad siglo XIX)

Cicerón guarda silencio. Ha impresionado a su interlocutor vivamente, que, no obstante, reacciona al cabo de unos instantes argumentando que lo que ha contado no deja de ser una leyenda, no la prueba definitiva ni contundente de un razonamiento. 

-¿No has oído hablar del canto del cisne moribundo? –Pregunta el anciano volviendo a la carga retórica. 

-No. –Asevera el joven. 

-He leído en algún sitio que el canto del cisne cuando barrunta su muerte es lo más hermoso que nuestro oído puede escuchar, más aún si cabe que la voz de las sirenas que encantaron a Ulises. Considera que los cisnes están consagrados a Apolo, que es el dios de la profecía, y que por lo tanto poseen el don de presentir las cosas, del que se valen cuando sienten que se avecina su hora, como suele decirse cuando uno se refiere a la de su muerte. Antes de morir, según cuentan, entonan el más bello cántico que oírse pueda, muy superior al del cortejo del cisne enamorado, con lo que nos auguran a los mortales el supremo bien que es la muerte que a todos nos aguarda. 
-Es posible, maestro, que la muerte no sea tan mala como la imaginamos y nos la pintan, y como sugieren esas historias, pero creo que no hay indicios suficientes como para dar el siguiente paso dialéctico y afirmar que sea un bien. Sería preferible en todo caso no afirmar nunca nada positivo, y concluir que la muerte puede no ser un mal sin que eso conlleve que sea necesariamente un bien, manteniendo aquella actitud socrática de no afirmar lo que no se sabe, dado que sólo conocemos a ciencia cierta la magnitud de nuestra ignorancia. 

Muerte de Cicerón

-Tal vez… -Musita Cicerón recordando a Sócrates. Pero ya no oye. Fascinado por el eco de sus propias palabras, se detiene aspirando la fragancia que exhala una flor. Tampoco puede seguir conversando. Se fatiga mucho. El viejo abogado no le teme a la muerte, y ha defendido su última causa pronunciando un discurso con el que su voz asciende a la categoría lírica del canto maravilloso del último cisne. 

-La muerte propia, de hecho, de la que no tenemos ninguna experiencia previa, es cualquier cosa que no nos figuremos ni imaginemos. Se dice finalmente a sí mismo parafraseando la sentencia del viejo Heraclito de Éfeso.

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