lunes, 21 de octubre de 2019

La guerra de las Galias

Asomarse a la lectura de los Comentarios a la Guerra de las Galias de Gayo Julio César como hacían los bachilleres y estudiantes de latín hasta hace poco (Gallia est omnis diuisa in partes tres... ) supone asistir a un proceso singular: cómo la Galia o, mejor dicho, las Galias entraron definitivamente a formar parte de la historia de Occidente. 


El hecho de que César sea para nosotros el responsable de dicha entrada por la fuerza de las armas y de las letras es bastante significativo desde el momento en que en él confluyen con mayor o menor fortuna el protagonismo de la historia y el historiador de ella, colaborando no sólo de hecho con la conquista militar al sometimiento de los pueblos que habitaban su suelo sino también con las palabras que escribió en sus informes oficiales, destinados en principio al senado romano y publicados después como obras literarias, a que los innúmeros pueblos galos hasta entonces desconocidos y libres entraran en la historia, alcanzando incluso su identidad nacional al ser subyugados por la loba romana y conformando una parte no poco importante de lo que hoy es Europa. 

Que esta entrada "triunfal" en la historia occidental no fue ni podía ser un acontecimiento feliz y pacífico puede juzgarlo el lector a raíz del testimonio de Plutarco en la biografía del futuro dictator perpetuus (Vidas paralelas, César, 15): “En los diez años escasos que duró su guerra en las Galias, (Julio César) tomó por asalto más de ochocientas fortalezas, sometió a trescientas naciones, combatió en distintas batallas contra un total de tres millones de enemigos, aniquiló en combate a un millón e hizo prisioneros a otros tantos”. Sea el que sea el margen de exageración que atribuyamos aquí a Plutarco, sus palabras valen de cualquier modo para demostrar que la entrada de un pueblo en la historia, con su consiguiente asimilación y conocimiento, es un crimen considerablemente sangriento, nunca un acontecimiento pacífico y feliz.  

Uno de esos miles de galos fue Dumnórige. De él conocemos su nombre propio porque era un principal de los heduos, aquellos celtas asentados entre los ríos Loira y Saona, del que escribió Julio César. Se habían negado los heduos a suministrar provisiones a César, haciendo caso omiso del tratado de colaboración. Dumnórige les reprochaba su colaboracionismo, que tachaba de infame, dado que los romanos, tras reducir a los helvecios y hacerles volver a su redil, aseguraba profético, les quitarían la libertad también a ellos y no sólo a ellos, heduos, sino a todos los galos. 

 Vercingetórige hace entrega de sus armas a Julio César, Lionel Royer (ca. 1889)

Era Dumnórige, según sus enemigos, un hombre extraordinariamente osado que despertaba numerosas simpatías entre los suyos por su generosidad. Había, en efecto, engrosado su hacienda y peculio, y no reparaba en gastos a la hora de mostrarse espléndido. Según Julio César era un hombre ávido de cambios políticos. Se rodeaba de una tropa de jinetes, costeados a su cargo, a modo de guardaespaldas. Odiaba a los romanos porque con su llegada había disminuido su poder personal, en favor del de su hermano Diviciaco. Precisamente éste intercedió ante César para que no castigara a Dumnórige, a lo que accedió el futuro dictador, aunque más por razones políticas que por motivos sentimentales como las lágrimas derramadas. 

Cuando Julio César decide invadir Britannia, haciendo así que esta éntre también en la historia de Occidente, ordena que lo acompañe Dumnórige, porque era, en palabras del propio César,  amigo de aventuras, codicioso de poder, hombre de gran valía, y porque gozaba de muy buena reputación entre los galos.  Dumnórige le ruega que le deje en tierra en suelo galo, porque tenía miedo al mar y a la navegación. Pretextó además motivos religiosos, como unos agüeros desfavorables. 



César aprovechó un viento propicio para ordenar el embarque y la expedición rumbo a la isla de Britannia. Dumnórige huyó del campamento romano aprovechando la expectación reinante. César ordena su busca y captura: que lo traigan a su presencia vivo o, si ofrece resistencia y no hubiera más remedio, muerto.

Una  vez interceptado el galo por unos jinetes romanos, Dumnórige desenvaina su espada y comienza con ella en mano a defenderse y a exigir a los que cabalgan con él el cumplimiento de su deber de defensa ante aquella agresión, gritando varias veces heroica- y desesperadamente que él era un hombre libre y de un pueblo libre. Pero los soldados romanos, como se les había ordenado, rodean al galo y le dan muerte, acabando con su libertad y con su vida.

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