jueves, 17 de octubre de 2019

El Laocoonte del Greco con Toledo de fondo.

El pintor Doménico Teotocópulo (1541-1614), alias el Greco, o sea, el griego, también conocido como  "el griego de Toledo", nacido en la isla de Creta en época de la dominación veneciana,  es fundamentalmente un pintor de imágenes religiosas. Resulta sorprendente por eso mismo encontrar entre sus obras una inacabada de temática mitológica y profana como es Laocoonte y sus hijos, inspirada sin duda en el grupo escultórico helenístico del Laocoonte que se conserva en los Museos Vaticanos de Roma.


La temática del sufrimiento de Laocoonte y sus hijos adquirió relevancia dentro de la historia del arte a raíz del descubrimiento en 1506 del citado grupo escultórico helenístico, que tanto influyó en escultores como Miguel Ángel, quien talló algunos de los esclavos que acompañan a su célebre Moisés en posiciones y torsiones que recuerdan a los hijos de Laocoonte. 

 


 

Laocoonte y sus hijos es el único cuadro, como decíamos, de temática mitológica pintado por El Greco del que se tiene constancia, conservado en la Galería Nacional de Arte de Washington. Desgraciadamente, el Greco no pudo concluir esta obra ya que falleció en abril de 1614, siendo su hijo quien la concluyó. La ciudad que se ve al fondo bajo un celaje amenazante no es Troya, sino Toledo, por lo que el cuadro no sólo resulta anacrónico, sino anatópico, si se me permite el neologismo. Puede distinguirse en el centro de la composición el célebre caballo de madera ideado por Odiseo/Ulises frente a una de las puertas de Toledo, la de Bisagra. Las figuras humanas se retuercen deformadas para subrayar la tragedia.

Laocoonte, Doménico Teotocópulo El Greco 1613-1614


Laocoonte era un troyano sacerdote de Apolo que se opuso vehementemente a la entrada del caballo en la ciudad de Troya. Tomó una lanza y la clavó en la panza del caballo de madera para advertir a sus compatriotas del engaño de los griegos, pero estos no le hicieron caso porque en ese preciso momento se produjo un hecho sobrenatural que se interpretó como un castigo divino: salieron dos serpientes marinas del mar y devoraron a los dos hijos de Laocoonte, que acudió en su ayuda enseguida muriendo él también. La posterior entrada del caballo, como se sabe, supone el fin de Troya en manos de los griegos.

Era un castigo divino, efectivamente, pero no porque Laocoonte fuera partidario de introducir el caballo en la ciudadela, como interpretaron los troyanos, sino porque se había atraído la cólera de Apolo al haberse unido a su mujer tiempo atrás ante la estatua consagrada del dios, lo que era un clarísimo sacrilegio que no podía quedar impune.

Doménico Teotocópulo, alias el Greco, representa a Laocoonte derribado por tierra, sujetando una serpiente que va a morderle la cabeza. Un hijo suyo yace en el suelo, en un violento escorzo, mientras el otro en pie agarra a otra serpiente para evitar la muerte. Las tres figuras destacan por su movilidad y sorprendentes contorsiones.

Las dos figuras de la derecha han sido interpretadas de varias maneras: Apolo y Artemisa, Posidón y Casandra, Paris y Hélena y, en un intento de incluir la mitología cristiana en la clásica, Adán y Eva, los padres fundadores de la humanidad. Según esta última teoría estaríamos dándole un sentido católico a una imagen profana. Sea como sea, lo más extraño es que la figura femenina tiene dos rostros: uno que mira hacia Laocoonte y el otro que gira fuera del cuadro.

Las figuras humanas, que tienen el canon alargado ya característico del pintor,  están desnudas, situadas en un primerísimo plano, iluminadas por una luz un tanto fantasmal que les otorga un color blanquecino. La violencia y el dramatismo predominan en la composición, en una imagen sobrecogedora.


El episodio de la muerte de Laocoonte y sus hijos en el que se basa tanto el grupo escultórico helenístico como el lienzo del Greco se narra en el canto segundo de la Eneida de Virgilio, en los siguientes hexámetros (versos 199-233), donde el piadoso Eneas le cuenta a la reina Didó la caída de Troya.

 

Algo más grave entonces nos pasa, pobres, y mucho más horroroso, y subyuga a los corazones del susto. Laocoonte, oficiante sacado al azar de Neptuno, ante el altar inmolaba solemne un toro mayúsculo. Ah mas de Ténedo por el piélago en calma profundo (tiemblo al contarlo) un par de serpientes de anillos nervudos se echan al mar y a la par a la costa dirigen su rumbo; se alzan sus pechos en el oleaje y sus crestas de turbio tinte de sangre a las olas superan; el resto en profundo piélago se hunde y enrollan sus colas inmensas. Brama el mar espumoso; y daban alcance al terruño ya e inyectados en sangre sus ojos ardientes y fúlgidos iban lamiendo sus fauces que silban, vibrando la lengua. Pálidos ante su vista, huimos. Con sesgo seguro buscan a Laocoonte; y habiendo abrazado menudos cuerpos primero de dos de sus hijos ambas serpientes los entrelazan y a muerdos devoran sus míseros músculos; luego lo toman a él que iba en su ayuda y llevaba en el puño su arma y lo atan con largas espiras, y habiendo hecho suyo ya dos veces su tronco y ceñido su cuello a dos turnos con sus escamas, lo vencen alzándose en todo el testuzo. Él, a su vez, intenta romper con sus manos los nudos, llenas sus ínfulas de ponzoña y veneno negruzco, alza lamentos a lo alto del cielo a su vez gemebundos: como mugidos de toro que huye de altar moribundo del sacrificio, y sacude del cuello el hachazo inseguro. Y huyen al alto santuario a la par deslizando su curso ambos endriagos y buscan de fiera Minerva el refugio, y tras los pies de la diosa se guardan y cerco de escudo. Mas se les mete en el alma entonces un nuevo espeluzno presas de tiemblo a todos, y dicen que paga tributo Laocoonte culpable, que hirió con la lanza el robusto leño sagrado y al flanco lanzó su sacrílego chuzo. Gritan que hay que llevar al templo el caballo y dar culto al poder de la diosa. 

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